19 ago 2018

Te Quita y Te Da


Luis Delgado Aparicio falleció el 2 de abril del 2015 a causa de un cáncer de páncreas


Fuente: El Dominical de El Comercio. Por: Jaime Bedoya (Columna: "Disculpen la pequeñez")

Han envejecido, son menos. El dolor les ha impuesto una impronta digna pero fracturada. Volver a ver la imagen de los padres de Utopía esperando un remedo de justicia1 es otra confirmación de la metástasis del Poder Judicial. Cáncer que es ahora audible.

En la foto sale doña Pilar, viuda de Luis Delgado Aparicio, con el retrato de su hija Verónica. Tratándose de un hijo no hay reparación judicial que valga. Pero al menos cauteriza. Luis Delgado Aparicio murió sin conocer esa cicatriz.

Delgado Aparicio hizo de la música su vida gracias al tumor benigno que deformaba su cara. En cada viaje que hacía para operarse compraba discos. Así descubrió la salsa. Y con ella la felicidad melódica que hace la vida hermosa y el cuerpo, un trompo.

Mario Vargas Llosa se fascinó con el caudal afro-latino-caribeño que fluía de un abogado chalaco y sanmarquino, y lo entrevistó para su programa La Torre de Babel. El título de la conversación era un mapa: “La salsa de Puerto Rico. Del África a Surquillo, pasando por Nueva York”. Vargas Llosa lo llevó al Congreso como diputado por el Fredemo en 1990.

A mediados de los ochenta, era el presentador natural de los megaconciertos de salsa de la Feria del Hogar. Por esos años lo conocí. La tarea asignada al reportero era seguir las giras que este señor hacía por barrios populares en unas caravanas salseras que se llamaban Baila con Saravá. ¿Alguien bailaba salsa entre bombas y apagones? Pues sí.

Lucho —de arranque pidió que lo tuteara— acompañaba su saber callejero con modales impecables. El buen trato estaba adornado de una gozadera psicomotora innata. Hablaba parado, gesticulando, como diciendo no tengas miedo de mirar, esto es puro saoco. Recibía a la visita en una casa rodante anexa al escenario, donde compartía su ecosistema caribeño con vitalidad. “Sígueme, sobrino, te voy a enseñar algo”, dijo.

Salimos del tráiler. Me guio hasta un escenario donde una orquesta hacía un potente despliegue rítmico. Lucho entró en escena como en su casa, cogió el micrófono y gritó con esa voz ronca modulada por el angioma:

—¡Saravááááááá!
—¡Saravááááááá! —respondió una multitud invisible envuelta en niebla. Luego salió de escena bailando cogido de la cintura de una morena impresionante que me miraba como a un juguete. “Eso que escuchaste, sobrino, se llama Villa El Salvador”.

La amistad acabó bruscamente cuando en 1992 defendió el golpe de Fujimori y se pasó a sus filas. No entendía cómo ponía su sensibilidad, lo que era, al servicio del atropello. Nos encontramos, y con desatino generacional le dije algo impropio. Tuvo la elegancia de no responderme. Solo miró.

No nos volvimos a ver sino hasta el 2002, cuando ocurrió lo de Utopía. Treinta chicos asfixiados al ritmo de Roxette en una discoteca idiota y letal. Nos abrazamos y algo balbuceé sobre lo excesivo que pude haber sido con él. “No pasó nada, sobrino”, dijo. Su fujimorismo, si bien nunca lo entendí, era una anécdota al lado de un dolor así.

Casi una década duró el acompañamiento periodístico a los padres de Utopía. Vi miradas hacerse de vidrio, espíritus dañarse por una pérdida sin final. Dieciséis años después, una burla, los penalmente responsables de la tragedia —Alan Azizollahoff y Édgar Paz— han sido incluidos en la lista de los más buscados entre violadores y secuestradores. La recompensa es de 20 mil soles por cada uno.

Hasta por lo menos un año antes de morir, Lucho Delgado Aparicio, sintiéndose culpable de no haber podido hacer más, visitaba el cementerio para dejarle flores a su hija. Hacer de la pena un girasol. Verónica tenía 25 años.

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