La tarde en que Raphy Leavitt se convirtió en caleño
Fuente: El País, Colombia. Por: Ossiel Villada
Santiago de Cali, 30 de diciembre de 1986. A las 3:00 p.m. la ‘Sucursal del Cielo’ es un infierno a más de 35 grados de temperatura. Y dentro del estadio Pascual Guerrero, 30.000 almas se achicharran felices en el fogón del Festival de Orquestas.
Durante los últimos tres años la fama de este evento, que cierra la Feria de Cali, ha crecido como espuma en Puerto Rico y Nueva York, hasta alcanzar dimensiones casi míticas. No es un concierto más. “Si en Cali no te corean, tu no existes mi pana”, había dicho un año antes Pichie Pérez, vocalista de La Sonora Ponceña.
Esta tarde volcánica, en la trastienda, los músicos de la Orquesta La Selecta esperan su turno para subir al escenario. Están inquietos, expectantes, nerviosos. Raphy Leavitt, pianista y director, y Sammy Marrero, líder vocal, están lejos de ser unos principiantes. Pero saben bien dónde están: Cali es la Capital Mundial de la Salsa. Y hay que dejarse la piel en la tarima.
Cuando el presentador anuncia a La Selecta, el Pascual Guerrero ruge como un dragón. No es gratuito. Después de 15 años la banda se ha ganado un espacio propio dentro de la escena de la Salsa. Su sonido particular es un reflejo de ese caribe urbano, desarraigado y marginal, que en toda Latinoamérica lucha a trompada limpia por una vida digna.
La música de La Selecta refleja el dolor de la calle, el jolgorio de la esquina, el barrio entero con sus amores, sus dolores y todos sus colores. Raphy Leavitt lo tiene claro y por eso, de entrada, suelta su más nuevo y poderoso éxito, un himno a la unión de los pueblos: “Somos el son de Borinquen, somos el son hispano; con este son unimos a todos nuestros hermanos...”
Después Sammy Marrero ataca, uno tras otro, los versos de los grandes temas de la banda. ‘Villa de Condenados’, ‘Perla mala’, ‘El Solitario’, ‘Cuna blanca’ y ‘Siempre alegre’ suenan uno tras otro, sin dar tiempo para el respiro.
Pero cuando ya avanzan los primeros acordes de ‘Falsedades’, Raphy interrumpe el concierto, se levanta súbitamente del piano y le habla al oído a su cantante. “¿Pero, qué pasa?”, se pregunta un periodista que viajó desde Bogotá. Pasa una de esas cosas surrealistas que solo ocurren en este Cali Pachanguero de nuestros amores. Desde la tribuna Sur, primero como un rumor y después como un rugir, se ha levantado un coro que en segundos contagia a todo el estadio:
“¡Payaso... Payaso... Payaso!”. “¿Pero, por qué lo insultan?”, pregunta angustiado el rolo periodista.
La respuesta llega de inmediato desde la tarima. Raphy marca tres notas en el piano, las trompetas lloran la melodía lúgubre de un bolero montuno y dos minutos después 30.000 gargantas le hacen a La Selecta el mayor coro que haya tenido en toda su historia: “...Basta payaso, te están mirando, y esos dos ojos ya están llorando”.
Sammy Marrero termina bañado en lágrimas - ¡Ni siquiera alcanzó a vestirse de payaso, como siempre lo hace para cantar ese número! -, le da un abrazo a Raphy, y con la voz quebrada confiesa: “Esto nunca nos había pasado. Ya casi nadie nos pide el primer éxito de nuestras vidas. Y nunca imaginamos que aquí nos lo fueran a pedir así”.
Esa tarde, el gran Raphy Leavitt, ese hombre honesto, sensible y disciplinado que soñó con una banda de músicos selectos y rigurosos que amaran hacer las cosas bien, se convirtió en caleño. Por eso hoy aquí nadie lo llora. Como él mismo nos lo pidió, todos reímos en silencio.
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