16 nov 2012

La película del Sonido Bestial



Ya se estrenó en Cali la película acerca de Richie Ray & Bobby Cruz. Aquí unos avances de la misma y el artículo del realizador Sandro Romero







Richie y Bobby: un retrato a cinco centímetros
Fuente: Elmalpensante.com Por: Sandro Romero Rey

Tras once años de tumbos y retumbos, Sonido Bestial, el documental sobre Ricardo Ray y Bobby Cruz, será estrenado en noviembre durante el Festival de Cine de Cali. Sandro Romero Rey (codirector de la película junto a Sylvia Vargas) repasa la aventura de este rodaje al lado de los reyes de la salsa.

Hay dos razones por las cuales uno hace un documental: la primera, para contar una historia que uno se sabe de memoria y quiere compartir. La segunda, para tratar de averiguar un secreto. En el caso de Sonido bestial, el largometraje que realizamos con Sylvia Vargas y que por fin verá la luz en el Festival Internacional de Cine de Cali, las razones fueron múltiples pero, de repente, uno no las pone sobre el tapete sino mucho después, quizás once años más tarde, cuando la película ya se encuentra en las latas. Sí. Las latas. Suena un tanto anacrónico que un documental del tercer mundo exista en 35 milímetros pero, cuando empezamos a gestar este proyecto, en el año 2001, el cine se hacía de una manera y la convivencia entre el celuloide y la imagen digital era la de un matrimonio que se miraba aún con desconfianza. Hoy, gracias a las altas definiciones del destino, podemos decir que la imagen proyectada es una sola y ese desprecio entre los formatos cada vez se borra más, hasta el punto de que uno se encuentra, en los créditos de muchas obras audiovisuales realizadas en video, este encabezamiento galante: “Una película de…”.

Sonido bestial, la película, es, a no dudarlo, producto de una pasión. Richie Ray y Bobby Cruz se convirtieron en leyenda en mi ciudad natal, Santiago de Cali, desde que aparecieron por primera vez en una caseta en las ferias navideñas de 1968. El mundo no volvió a ser el mismo y el pedestal fue rápidamente construido. Regresaron un año después y fue más que suficiente. La literatura local los convirtió en mitos incuestionables, gracias a los libros de Umberto Valverde y de Andrés Caicedo. Un afiche callejero suplicaba en la ciudad para que los músicos regresasen a Cali. Pero esto ya no sería posible porque Dios les habló desde 1974, y quienes fuesen los reyes absolutos de la música latina entre 1963 y 1973 terminarían convirtiéndose en pastores de sendas iglesias evangélicas hasta el día de hoy. ¿Qué pasó con ellos? Esa era una de las primeras respuestas que queríamos obtener a través del documental. Pero, ¿por qué a través del cine? ¿Por qué no un simple artículo, una reseña, un pequeño relato, incluso una novela al respecto? La respuesta se encuentra en la curiosidad que genera el poder de las imágenes. Con el rock, la nostalgia de lo que no vivimos nunca ha sido grande. Al contrario, quienes éramos unos niños en l’âge d’or de los Beatles, o en la prehistoria de los eternos Rolling Stones, siempre tendremos una compensación puesto que sus batallas musicales fueron lo suficientemente filmadas y, aún hoy por hoy, siguen apareciendo momentos inéditos, a todas luces fascinantes. Pero con la salsa o, mejor, con la música antillana, el asunto ha sido a otro precio. Y con Richie y Bobby mucho más.

Cuando nos pusimos de acuerdo con Sylvia Vargas para hacer un documental sobre los dos músicos que habían empalagado mi juventud, tenía mucha desconfianza. Porque guardaba quizás el caprichoso prejuicio de que los mitos, para que sean mitos, hay que mantenerlos lejanos. En la época de sus legendarias presentaciones decembrinas, yo era un niño. Y los vine a conocer mucho después, en 1978, gracias a mi madre. Estuvieron en mi casa, fuimos a comer juntos y me parecieron muy amables, pero demasiado celestiales. Estaban rodeados de pastores, había que rezar antes y después de cada acontecimiento, y sus discos, a pesar de que yo seguía comprándolos religiosamente, cada vez me interesaban menos. La noche en que los tuve frente a frente, a mi hermana le dio un ataque de risa, porque en esa época le producían cosquillas las solemnidades y tuvo que salir corriendo. Por mi parte, oí pacientemente la historia de la conversión que Bobby nos contó con lujo de detalles y, al final de la velada (que terminó en desvelada), ambos músicos me firmaron las carátulas de los cincuenta y tantos acetatos que tenía en aquel momento. Uno piensa que unas cuantas dedicatorias son más que suficientes para el archivo de un fanático. Pero no. El fan fatal siempre quiere más, mucho más. En aquel tiempo, Richie y Bobby tocaron sus canciones religiosas en el Gimnasio El Pueblo, con un pésimo sonido, acompañados por la Gran Banda Caleña. Veinticinco años después, Rafael Quintero, el dueño de la desaparecida discoteca Convergencia, me regaló un caset que él mismo había grabado de semejante experiencia. Sí. Los fans de Richie y Bobby, a pesar de la conversión, estuvimos presentes en el evento, escondidos pero activos, porque nunca se sabe lo que pueda pasar.

En 2001, pocos meses antes de la odisea sin espacio de las Torres Gemelas, hicimos maletas para Nueva York: Richie y Bobby aceptaron la idea de que un par de cineastas colombianos se metieran en sus vidas. Nos propusieron empezar filmando el concierto que darían en el Carnegie Hall junto a Papo Lucca. Tengo el 20 de julio metido en mi cabeza, pero no sé si fue la fecha de nuestro viaje o la fecha del concierto. Escribo apoyado en mi mala memoria. Lo que sí recuerdo muy bien es la noche en la que llegamos al sitio de ensayos. Nos recibió un señor mayor, con una chaqueta azul y una gorra de beisbolista. Tardé un buen tiempo antes de darme cuenta de que se trataba del mismísimo Bobby Cruz. Habíamos ido con un camarógrafo norteamericano y capturamos las primeras imágenes. Yo había estado, en el lejano 1978, en un ensayo de Richie y Bobby en Cali, en una iglesia evangélica. Pero ahora el asunto era a otro precio: pasarían casi cinco lustros para que los dos músicos se dieran cuenta de que la salsa y la religión no iban en contravía. Y, mejor aún, que no había necesidad de cambiar “Agúzate” por “Arrepiéntete” para que las canciones cumplieran su misión. En Nueva York, los llamados reyes de la salsa tenían de nuevo en su repertorio “Sonido bestial” y “Gan Gan y Gan Gon”, “La zafra” y “Bomba camará”. Esa noche conocimos a Angie Ray y a Rose Cruz, las esposas de los músicos. Conocimos a Richie Viera, quien fungía por aquel entonces como mánager. Los músicos que los acompañaban, casi todos norteamericanos, eran los mejores exponentes disponibles para el concierto del Carnegie Hall. Esa noche comenzó a gestarse nuestro insomnio cinéfilo.

Al día siguiente, les hicimos extensísimas entrevistas en un hotel cercano al Lincoln Center. Esa noche grabamos como pudimos en el Carnegie Hall, luego de mil tropiezos e impedimentos. Comenzaba, sin que midiéramos las consecuencias, la pesadilla de los derechos de imagen. Para un documentalista del siglo xxi el problema radica, no en cómo se filma, sino en la estrategia para pagar los derechos de cualquier cosa. Y en Estados Unidos y sus satélites todo tiene derechos: el peatón que cruza, las butacas del Carnegie Hall, la marca de una gaseosa que consume un curioso frente a la cámara. Y la música. Sobre todo la música. Algún día habrá que escribir un libro sobre los derechos musicales de Sonido bestial. Pero volvamos a Ricardo Ray y Bobby Cruz, las sagradas razones de estas líneas.

¿Qué fue lo que más me sorprendió de ellos? En primer término, la evidencia de saber que ese par de venerables caballeros eran los mismos que interpretaban las canciones que me sabía de memoria desde la adolescencia. Esas canciones que son himnos en Juanchito y en el barrio Salomia de Cali, en San Nicolás y en Zaperoco, esas mismas canciones habían sido creadas por ese músico gordito, egresado de la Juilliard School de Nueva York, verdadero obrero de la música, que no descansa un segundo y que está siempre de pie en todos los conciertos, listo para echar a rodar el carro de la dicha. Por su parte, Bobby es una mezcla de rigor y de extroversión. De superestrellato y de extraño silencio. A quien lo ve por primera vez, le sorprende el brillo de sus indiscretas pelucas (en todos estos años nunca he visto a Bobby Cruz igual: siempre está mutando físicamente y casi nadie se atrevería a afirmar la contundencia de todos los años que lleva encima). Me atrevería a sospechar que ambos viven sorprendidos del éxito descomunal construido alrededor de su leyenda. Nunca han entendido del todo por qué en un país tan lejano como Colombia, y en una ciudad tan poco caribe como Cali, se pudo haber construido una historia tan grande como la que ellos atesoran. Ambos han leído los libros que les han consagrado y todavía les agradecen a esos “catedráticos” que “saben más de nosotros que nosotros mismos”, como dice Richie en alguno de los momentos del documental.

Tras el impecable concierto del Carnegie Hall (que, como dato curioso, prácticamente desechamos del filme luego de organizar las más de cien horas de material grabado, junto al editor y coproductor Marius Wehrli), nos fuimos para Elizabeth (Nueva Jersey) a un concierto en un pequeño club de la localidad llamado Coco Bongo. Allí nos encontramos a los verdaderos Richie y Bobby. Bestias de la escena, acostumbrados a tocar después de la una de la madrugada, los músicos se entregan al público íntimo que los rodea, un público que casi no baila porque le encanta (nos encanta) ver a Richie en el piano, demostrando que quien les toca no es Stravinsky, y a Bobby sereno, en cámara lenta, tan poco parecido a la euforia de su voz intacta. Ellos son, a no dudarlo, piezas esenciales del museo de la llamada “salsa golda”, como le dicen en Puerto Rico a la salsa brava, a la salsa clásica. Ellos siguen siendo los reyes indiscutibles del género y, según lo confiesa el mismo Bobby Cruz en el documental, ellos fueron incluso los inventores del término “salsa”, aunque algunos especialistas lo pongan en duda. Eso ya no importa. Para nosotros, lo importante fue que en ese verano nació nuestro documental. Ya teníamos el alma, ahora nos faltaba el cuerpo de todo el asunto. Sylvia regresó a Europa y yo regresé a Colombia. Pocos meses después, Richie y su esposa estuvieron en París, atendiendo sus obligaciones religiosas en un templo de la ciudad. Sylvia los siguió con su cámara. Un año después, Richie y Bobby estuvieron en el Estadio El Campín de Bogotá, con camisas fosforescentes y nuevas tinturas en el pelo, acompañados por Pete “el Conde” Rodríguez, Ismael Miranda y un par de músicos más de las llamadas Estrellas de Fania. La evidencia de la pasión por la música de Richie y Bobby me lanzó a un segundo impulso para no dejar morir el proyecto.

Pocos meses después, las dos estrellas celebrarían sus cuarenta años de actividades, con un inmenso concierto en San Juan de Puerto Rico, donde una multinacional de altos quilates iba a registrar el acontecimiento en el que compartirían escenario con Johnny Pacheco, Bobby Valentín, Alex D’Castro, Luisito Marín, Papo Lucca, Nydia Caro y, sobre todo, los músicos originales con los que se gestó el álbum El bestial sonido de... en 1970. Esto es, Charlie “el Pirata” Cotto, “Manolito” González, el gran Mañengue y la mítica Miki Vimari, a quien todos dábamos por muerta. No había que pensarlo dos veces. Hicimos maletas a San Juan de Puerto Rico. Llegamos unos días antes del concierto y, gracias a sus ángeles de la guarda y a la siempre amable colaboración de Richie & Bobby, nos instalamos en los estudios A-tempo, donde se adelantaban los ensayos para el gran concierto que tendría lugar en el coliseo de la ciudad de Bayamón. La posibilidad de filmarlos con calma, sin tensiones, durante todo el proceso de reconstrucción de sus viejas canciones, fue un regalo del cielo (otro regalo fue que la multinacional encargada de filmar el concierto se echó para atrás y los únicos que lograron registrarlo a cuatro cámaras fuimos nosotros). Para completar, una tarde llegamos muy temprano con Marius Wehrli, dispuestos a instalar con tiempo nuestras cámaras en el salón de ensayos. Cuál no sería nuestra sorpresa al encontrarnos a Richie (que no descansa nunca) próximo a comenzar el trabajo con los viejos músicos con los que se inventó el tema “Sonido bestial”. En ese momento Marius, suizo de nacimiento, radicado en Barcelona, entendió a ciencia cierta de dónde venía la pasión por Richie y Bobby. Era demasiado. Estos viejos muchachos felices comenzaron a improvisar la descarga inicial a capela del tema “La zafra” y en el corazón se nos hizo un hueco de alegría. No exagero si digo que tuvimos todo el tiempo nuestras cámaras encendidas con lágrimas en los ojos. Esos ensayos y las dos jornadas (con cuatro horas cada una) de los conciertos celebratorios se convertirían en la base estructural de todo el documental. Lo que pasó durante esas noches ya lo conté en otro artículo publicado en El Malpensante en mayo de 2003 y no pienso repetirlo. Lo que sí quisiera contar es lo que no está en el filme, porque la memoria es rápida y poco a poco se desdibujan las síncopas del pasado.

¿Cómo son ellos en la intimidad?, me preguntan con frecuencia. La verdad, no lo sé. Pero puedo dar algunas pistas: ambos viven en Miami, muy lejos el uno del otro. Richie no tiene hijos y vive en una casa con Angie, puertorriqueña, de estupenda voz, quien a pesar de haber sido cantante de otras músicas terminó haciendo coros para la orquesta de su marido. Ella siempre está al tanto de todo. Si uno quiere saber lo que sucede con Richie, lo mejor es ser un buen amigo de Angie Ray. Con ellos, siempre está la silenciosa Rose Cruz, esposa de Bobby desde el principio de los tiempos. Tienen tres hijos y atraviesan sin problemas los cincuenta años de matrimonio. Sus iglesias (al menos cuando las conocimos) revelan, de alguna manera, las personalidades de ambos. Mientras la de Richie es una casa de campo, sencilla, sin ningún tipo de ostentación, la de Bobby es un inmenso templo, con columnas griegas e interior de discoteca de los años setenta. Mientras Richie canta sus canciones religiosas con una sencillez que aturde, Bobby, elegantísimo, como el Richard Gere del American Gigolo, está al frente de sus oficios evidenciando su presencia con su silencio reverencial. Y la elegancia no la pierde nunca: al día siguiente del segundo concierto en Bayamón, nos fuimos muy temprano con Bobby, en un carro que él mismo consiguió, hasta el pueblo donde había nacido: Hormigueros. Durante las varias horas que duró el viaje, no paró de hablar ante la cámara. Pero solo hablaba de religión. Como un poseído, totalmente convencido de su discurso, habló y habló de parábolas y de designios, de oraciones y de conversiones, hasta el punto de que llegamos a pensar que en cualquier momento iba a salir volando. Para completar el recuerdo, puedo asegurar que, al comenzar el milenio, Bobby tenía una singular Bobby Cruz Collection, con ropa diseñada por él mismo. Bobby no puede vivir sin su propio concepto de la elegancia.

En Hormigueros, conocimos la casa donde nació el joven Roberto Cruz Feliciano, las playas que frecuentaba y, lo mejor, fuimos escoltados por Gan Gan y Gan Gon, sus hermanos gemelos, policías de la localidad. Quienes conocen la legendaria canción: “El viejo cacique / Ya está medio loco/ Nunca sabe si lo hizo Gan Gon / O si lo hizo el otro…”, entenderán que se refiere, por supuesto, a las travesuras que los jovencitos hermanos le hacían al papá de Bobby, quien se llenó de hijos y de leyenda, gracias a las canciones de su primogénito. Ahora bien: comencé estas líneas con la nostalgia de un secreto. Y el secreto, valga la verdad, giraba en torno a encontrar imágenes de los gloriosos años sesenta de Richie y Bobby. En ese momento, nunca aparecieron. No había imágenes de nuestros músicos, a pesar de que escarbamos en los archivos de las iglesias adonde nos mandaron, en las colecciones de sus amigos, en los viejos baúles empolvados de los coleccionistas de Nueva York, Miami, Cali, Barranquilla, San Juan (incluso, sus respectivas apariciones en la película Nuestra cosa latina, de Leon Gast, son fantasmas desincronizados en el laberitno de YouTube). Así que decidimos armar el documental con el alud de imágenes que habíamos registrado. Una primera versión quedó lista con Marius Wehrli en Barcelona y luego vino el calvario de conseguir todos los derechos (tanto los editoriales como los fonográficos) para que la película viera la luz. Resumiendo: nos ganamos un premio de posproducción con Proimágenes Colombia, pero ubicar los dueños reales de las canciones era tan difícil como encontrar el Santo Grial. Por fin, gracias a la cacería de abogados cómplices y de negociaciones que no vienen al caso, Sonido bestial tenía el derecho de ver la luz.

Junto al editor colombo-franco-alemán Etienne Boussac le dimos una última mirada en la sala de montaje, durante un par de meses, para que la película tuviese una versión más ajustada al paso inclemente de los días (el año próximo se celebrarán los cincuenta años de Richie Ray & Bobby Cruz). Y cuando cerrábamos la edición, aparecieron nuevas sorpresas: las imágenes del pasado saltaron por casualidad sin que las estuviéramos buscando y el ritmo de nuestro biopic salsero comenzó, por fin, su viaje hacia los espectadores. ¿Cuáles son esas imágenes? Están en Sonido bestial, the movie.

Un par de anécdotas finales: en agosto de 2012, nos pusimos una cita con Richie y Bobby en un hotel de Cali, aprovechando que venían a Colombia a dar un concierto en Bugalagrande. Necesitábamos la bendición final. Hacía un año no los veía (la última vez fue en un concierto en el Downtown Majestic bogotano, época en que les vi la cara de escepticismo y de que Sonido bestial debería pasar a peor vida). Pero terminar este viaje era un asunto de honor. Nos pusimos la cita. Vimos la peli con ellos y, satisfechos, nos dieron el permiso de acabar sin tropiezos. Respiramos felices. Para terminar había que hacer la corrección de color, la mezcla de sonido en España, las copias en México. Faltaba mucho, pero ya habíamos esperado demasiado. El resto sería leve.

Esa tarde, acompañé a Richie a un barrio popular caleño donde ensayaría con un grupo de jóvenes músicos de la ciudad. Corrí a llamar a mi amigo, el fotógrafo Eduardo “la Rata” Carvajal. “¿Querés tomarle fotos a Richie Ray?”, le dije, sin saludarlo. Eduardo debió pensar que le estaba preguntando si quería ir a conocer a Jesucristo en persona. No tardó ni diez minutos en aparecer. Cuando llegamos al ensayo, mientras Eduardo le hacía cientos de fotos al pianista de nuestros delirios, mientras sonaban nuestros viejos clásicos dirigidos por su propio gestor, no pude evitar una sonrisita de triunfo y de entender, muy para mis adentros, por qué once años de tensiones y de migrañas estaban más que justificados. Entonces recordé los versos: “Se reían del bugalú y mira ahora qué”.

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