Eddie Palmieri reinó en Caracas
Fuente: Prodavinci.com Por: Albinson Linares
Eddie Palmieri es uno de los últimos grandes innovadores de la música latina. Pianista exquisito que propone una rara mixtura entre la herencia musical afrocubana y el jazz estadounidense tiene más de cinco décadas deleitando a los bailadores y salseros del mundo entero. Más de 35 discos, Nueve Premios Grammy y la adoración de fanáticos en todo el orbe lo convierten en un ídolo vital para la música caribeña.
“Yo no adivino que te voy a excitar
con la música, yo lo sé”
Eddie Palmieri.
Para Armando Coll e Ibsen Martínez,
maestros en el raro magisterio
de la crónica caribeña sonora.
El hombre frente al teclado, mira a la multitud y esboza una sonrisa amplia. Como le sucede desde hace décadas, su mirada se pierde con ternura hacia el infinito. La plaza “Diego Ibarra” del centro de Caracas está plena, es un organismo vivo, un hormiguero sonoro de miles de personas que aparcan sus autos, motos y autobuses en cualquier parte, que andan a pie desde muy lejos sólo para escuchar a la leyenda.
“Hoy pasé un día inolvidable viendo la preparación musical que tiene Venezuela, estoy muy contento de tocar para ustedes en esta tarima”, dice el músico al que llaman el “Molestoso” y arrancan los acordes potentes de “La Malanga”, pieza que calentó los bailes de generaciones enteras. Vestido de gris oscuro, camisa clara y jeans, un pañuelo colorado refulgía en su atavío mientras iniciaba el rito: las manos recorrían el teclado separadas del cuerpo, y las dos pantallas gigantes de la tarima se enfocaban en los dedos morenos que se movían con una agilidad insólita. Los dedos del pianista acarician con frenesí las teclas, hasta arrancarles gemidos en clave sonora.
La luz cenital se cernía sobre su calva y “El Emperador” sigue oficiando los salmos del ritmo desde los teclados mientras ve a Herman Olivera, su sonero, roncar como un león: “Yo le digo a mi mujer, mami hierve el agua, pícala en pedacitos, me voy a sentar a esperar, voy a tomar ajiaco caliente malanga, malanga, malanga, Palmieri viene a cocinar: cocina papá”.
La “Perfecta 2”, esa banda majestuosa plena de metales y percusión, acata el llamado del hombre, también conocido como “El Rompeteclas” quien se entrega a hacer lo que hace como nadie en el mundo: aparear sus falanges con los teclados creando armonías poli rítmicas que a ratos se regodean en el montuno, a ratos en el son y en muchos momentos sublimes en el más puro jazz.
De la noche nublada de ese 22 de mayo, pendía una luna delgada y los edificios aparecían iluminados por grandes reflectores con el logo de Cantv, empresa estatal que celebraba su nacionalización con este concierto gratuito. Los cuerpos explotaban, la gente se mareaba, los jóvenes se movían con cadencia lasciva, los mayores bailaban con destreza y donaire, al tiempo que los ríos ambarinos del ron corrían por doquier en la Plaza Diego Ibarra y la multitud miraba, arrobada, a ese sumo sacerdote del baile que es Eduardo “Eddie” Palmieri.
El resto de la noche fue eterna para los melómanos que batían palmas, lloraban diciendo que Eddie se estaba despidiendo de Venezuela y que era la última vez que lo veían mientras danzaban en trance al escuchar temas como “Tirándote flores”, “Muñeca”, “Lázaro y su micrófono” y “Ritmo caliente”.
El correcto dictado del ritmo requiere estudios, disciplina, maestría y un sabor sonoro especial, una habilidad instintiva para entretejer armonías y metales que los entendidos llaman con aire misterioso “guataca”. Eddie Palmieri bien lo sabe, no en vano es el sobreviviente de una época dorada donde músicos y cantantes excepcionales tomaron, redefinieron y crearon su propia música. “Our latin thing, you know?”, dice Palmieri con picardía.
Johnny Pacheco, Tito Rodríguez, Ray Barretto, Rafael Cortijo, Ismael Rivera, Barry Rogers, Mon Rivera, Cachao, Vicentico Valdés, Richie Ray, Pete Rodríguez, Joe Cuba, Tito Puente, Willie Colón, Rubén Blades, Celia Cruz, Ismael Miranda, Héctor Lavoe, Mongo Santamaría, Patato, Manny Oquendo, Chocolate Armenteros, Alfredo de La Fé, Mike Collazo, José Rodríguez, Ismael Quintana, Lalo Quintero, Oscar D’León….son sólo algunos de los nombres de músicos que son deidades o súper héroes para los fanáticos que atesoran, cultivan y poseen un conocimiento enciclopédico de la “salsa brava”. Algunos vivos, otros muertos, algunos amigos de Palmieri, otros sus acérrimos competidores pero todos forman parte de la cartografía sentimental que el pianista desliza en cada entrevista.
“Hay directores de orquesta que no permiten que sobresalgan sus músicos. Para mí eso es una locura porque si le pago al mejor músico quiero verlo junto al pueblo para que lo conozcan. Que vean quien es y por qué está ahí. No basta con ser los mejores, tienen que destacarse, por eso me llena de orgullo cuando se van a tocar solos o con otras orquestas como pasa con Giovanny Hidalgo o Anthony Carrillo”, sentencia.
A sus 75 años de edad, posee un palmarés brillante en los atestados santorales de la música popular caribeña, 36 producciones discográficas, colaboraciones en decenas de otros discos y nueve premios Grammy, son un legado inmenso para el bajito músico nacido en el Harlem Hispano neoyorquino en 1936. Discos clásicos como “The Sun of Latin Music”, “Champagne”, “Palo Pa´Rumba”, “Vámonos Pa´l monte”, “Mozambique” y “Solito” son fruto de sus excepcionales dotes para la composición musical.
Palmieri no para, es uno de esos maratonistas vivaces que se mueve a velocidad constante con una fuerza pasmosa. Y no come, ni deja de pensar en su música. Los organizadores deben recordarle constantemente que debe bajar al restaurante, parar las declaraciones y descansar un poco. Palmieri vive como toca; o vive para tocar. La pasión que lo atiza frente al piano lo solivianta en su rutina diaria.
En tres días que estuvo en Venezuela dio ruedas de prensa, concedió varias entrevistas largas y polémicas, visitó el Centro de Acción Social por la Música donde casi llora al ver a unos jovencitos tocar “Lo que traigo es sabroso”, se encontró con viejos amigos y tocó más de dos horas para el público.
Su gran bonhomía sólo se contrarresta cuando oye que alguien confunde su música con la “salsa”, término que el célebre pianista detesta: “Esa palabra no representa nuestros patrones rítmicos. Del género tropical sale la rumba, el guaguancó, el yambú, el mambo, el cha cha chá, qué tiene cada uno su propio nombre y ponerlos a todos bajo el nombre de salsa es faltarle el respeto a los patrones sagrados. Yo pongo salsa a los espaguetis”, declara enfurruñado cuando se le llama salsero.
Sentado en la fresca terraza cubierta de un opulento hotel caraqueño, bebía unos tragos largos de cerveza mientras echaba a andar la máquina de sus recuerdos. Hay que estar atento porque Palmieri habla como toca. Ha hecho de la divagación un arte oral, las anécdotas se conectan en su propio mapa que toca las orillas del caos, hasta que llega al tesoro que son sus experiencias como experimentador sonoro y albacea del proceso de formación de la gran música tropical bailable.
“Óyelo que te conviene”
Ese Harlem Hispano de los cincuenta, mítico, surge cuando rememora: “Yo nací en el barrio, en la 112 pero me mudaron de ahí cuando tenía seis años y mi hermano mayor 14. Nos fuimos al Bronx pero Charlie ya tocaba en el Plaza, era un genio al piano”. Los hermanos Palmieri, aparte de la sangre puertorriqueña y corsa que llevaban en las venas, tenían aptitudes natas para la música. Eduardo y Carlos Manuel se criaron en el South Bronx, en la calle Kelly. Muy cerca Ray Santos y Manny Oquendo, grandes músicos, también crecieron.
“El único problema que tenía mi hermano era que tocaba bravo y cuando terminaba la noche le decían. ‘Charlie, te están esperando afuera’. Y cuando salía era papi que lo estaba buscando y le decía. ‘Bueno, vámonos a casa’”, confiesa con picardía. Sus padres tenían una tienda en la calle 163 donde los tíos maternos tocaban guitarra y cantaban los fines de semana.
La precocidad de ambos hermanos era pasmosa: a los cinco años Charlie tocaba piano con envidiable soltura y Eddie cantaba boleros de Daniel Santos tocando las maracas, con tan buen resultado que ganaron varios premios amateurs. “En el Bronx nos la pasábamos jugando ‘Stickball’, que era béisbol con una pelota de goma y bateábamos con escobas. Siempre estábamos corriendo en la calle. Pero lo que más recuerdo, vivamente, era estar escuchando constantemente en las radios comerciales la música de Machito, Tito Puente, Tito Rodríguez y las grandes orquestas de New York continuamente. Eso no existe ahora. Tú pones la radio ahora y te quieres tirar por la ventana y eso en un día que no te sientas mal. Ahora si te sientes mal, te metes un tiro”, explica con decepción.
El Harlem de esa época, fue el barrio latino por antonomasia. El escenario clásico para la gesta heroica de los “guapos” de barrio que se convirtió en el imaginario predilecto del Caribe. Como bien apunta, Leopoldo Tablante en un sesudo ensayo sobre los orígenes y la evolución de la salsa: “Puesto que la salsa es una música forjada según la sensibilidad del barrio, será en primera instancia una música de la pobreza y la solidaridad. Esta música preferirá evitar toda reflexión —cuando reflexionará lo hará sobre el barrio y sobre su gente— y comunicará el espíritu de su espacio social por medio de una estética musical amargamente entusiasta pero siempre festiva”.
No hay que ahondar para saber que fue difícil crecer en ese entorno. Los inmigrantes puertorriqueños forjaron nexos indisolubles y solidarios ante la hostilidad de una metrópoli babilónica como Nueva York. A los 12 años Eddie, vendía jugos y caramelos para ayudar en casa mientras estudiaba en el Carnegie Hall donde dio su primer recital interpretando a Bach.
Las vocaciones primeras, nos marcan para siempre. En el caso de Eddie, su máxima ambición de niño era ser el timbalero de su hermano Charlie. La madre, devota del talento de sus retoños le regaló un enorme portaequipaje para que guardara los instrumentos y el diminuto Eddie arrastraba los timbales como un caracol su casa: “Mi mamá me decía: ‘Mira que bien se ve a tu hermano cuando sale a trabajar para tocar el piano sin tener que cargar ningún instrumento; y mírate tú’. Me compró una caja de metal que pesaba como tres timbales y con ese peso encima le decía: ‘Estoy aprendiendo, mami’. Duré como dos años tocando con mi tío que tenía un grupo llamado el ‘Chino Gueits y su alma tropical’ hasta que le hice un gran negocio que no podía rehusar: le di los timbales y todo lo que tenía para empezar a tocar el piano”, recuerda jocosamente.
Pese a odiar la “salsa” como rígida nomenclatura, como corsé temático sonoro, Palmieri estuvo sometido a la potente influencia sociocultural que originó este movimiento y fue actor de una brillantez periférica pero duradera ante fenómenos masivos como la Fania All Stars por su rebeldía ante el sistema, actitud que lo obligó a recluirse en sendas oportunidades en su casa, tres años cada vez, ante la negativa a producirle a las disqueras lo que ellas querían. Hasta la bancarrota llegó, para preservar su música.
Tablante, con agudeza advierte nuevamente: “Los creadores del sonido de la salsa son a menudo artistas marginales que incorporan su experiencia de vida a su música. Por ejemplo, se considera uno de los creadores más importantes de la salsa al pianista Eddie Palmieri, ex miembro de un grupo violento del Harlem hispánico y admirador del pianista de jazz McCoy Tyner. Paradójicamente, Palmieri casi nunca trabajó para el sello Fania. Palmieri adquirió su estatura de estrella gracias a su capacidad de recrear en su música los ruidos del barrio, aludiendo directamente a la sensibilidad y a las vivencias de quienes comparten ese espacio social”.
Desde la neblinosa materia del recuerdo, Palmieri sacude, ¡aprieta!, como si estuviese dirigiendo a su banda y se mira a sí mismo. Salta al pasado para dejar claro que es un gallo, que no se equivocó pero el sistema sí. Y contra eso nadie: “Cuando me gané el Grammy por primera vez, en el ‘75, fue una época interesante. Antes era imposible ganar nada porque sólo había un premio para todos los músicos latinos, competíamos hasta con los tigres del monte. Luego me gano otro Grammy con Unfinished Masterpiece, un disco que se iba a llamar distinto como el oráculo de tirar los caracoles, pero no me dejaron terminarlo. Le dije a la compañía: ‘Si tú sacas ese disco más nunca te vuelvo a grabar’. No me creyeron y me encerré por tres años en mi casa quedé casi en bancarrota”.
No sería la primera vez que su postura sería incómoda para la industria aficionada a los hits cortos y sabrosos para comercializar sin riesgos. Palmieri se convirtió en persona non grata como relata César Miguel Rondón, en su indispensable Libro de la Salsa: “La condición vanguardística de Palmieri, progresivamente lo fue alejando del trabajo habitual del músico de salsa (…) si el año 1971 representa un corte en el mundo salsoso de Nueva York, Eddie Palmieri, que desde una justa perspectiva fue un factor demasiado determinante en ese corte, no figura en el mismo porque él, ya desde ese entonces, era una suerte de personaje vetado e incontrolable por los que dirigen las menudencias de la industria”.
Con una amplia sonrisa, el pianista se toca la gorra y prosigue como si estuviese contando una travesura: “Luego se hizo un negocio de medio millón de dólares con CBS, a mi sello anterior le dan 225 mil dólares en efectivo y a mi 50 mil porque estaba fuera de balance, entre otros pagos. Entonces grabo para Epic Lucumi, Macumba, Voodoo pero no se vende. Ellos no sabían qué hacer con el disco y como querían presionarme me encerré en casa tres años más, hasta que me declaré en bancarrota. Salí y firmé con la Fania en 1980, que ya no era la agrupación brillante de 1964 en sus inicios. Sin embargo grabé Palo Pa ´rumba que iba a ser para Celia Cruz pero hubo un choque allí. Ella siempre firmaba sus trabajos como “Celia Cruz con Tito Puente”, “Celia Cruz con Johnny Pacheco”, “Celia Cruz con X” y yo no tengo nada en contra de eso pero le dije a la compañía que si ella grababa en mi sello, que eran los discos “Bárbaro” en homenaje a Benny Moré, tenía que ser “Eddie Palmieri y su orquesta cantando la diosa Celia Cruz” o si no, no me metía a grabar y ahí fue el fin de la propuesta. Grabé sin ella Palo Pa´ rumba y me gané el Grammy. Fue una cosa increíble”.
Jerry González formó parte de esa historia oculta de los “rebeldes de la salsa”. El cronista y perfilador Daniel Centeno tuvo la fortuna de entrevistarlo para su libro “Retratos Hablados”, allí el puertorriqueño traza un retrato fiel de “El Molestoso”: “Ahora Palmieri se quiere ir en una onda más jazz con su nueva banda, pero él podía hacerlo cuando estaba en su antiguo grupo. Cuando yo tocaba con él, no me dejaba seguir mis instintos. Ahora está más abierto que antes. Me acuerdo cuando le hablaba y le hacía sugerencias, pero, como yo era joven, me trataba como un niño: ‘¿Qué sabes tú?’ – me decía, y yo pensaba: ‘Está bien, tú no me respetas, pero vas a darte cuenta de lo que tengo aquí’. Cuando salió mi primer disco, “Yo ya me curé” (1979), Eddie me trataba distinto, con mucho más respeto. A Palmieri le gustaba mezclar los músicos con diferentes disciplinas. A veces pasaban cosas buenas; otras, era un mojón – ríe como si hubiese hecho una travesura -. Pero todo sus discos con Barry Rodgers son mis favoritos”.
Centeno recoge con la agudeza de los grandes entrevistadores los aportes inestimables de Barry Rodgers a la música tropical: “Palmieri tocaba la forma típica y lo soltaba para la improvisación –murmura. Rodgers era más jazzista. Utilizaba acordes de Thelonious Monk. Con Palmieri siempre me preparaba el mismo montuno. Para mí te encerraba en una situación en la que debías tocar típico, muy básico. Yo le decía a Eddie: ‘Vamos a cambiar el montuno, vamos a explorar porque da más colores, vamos hacerlo más interesante’. Le pedía más reto, y se negó. Dijo que sus acordes eran dominantes y que movían gente. ¿Pero qué comida le das a los músicos sin una base para improvisar? Barry Rodgers era mejor. Fue la influencia primaria de todos los jóvenes que tocaron trombón. Willie Colón lo imita muy mal. Él puede tocar el básico, pero no como Barry”.
Al igual que le pasaba a Palmieri, Jerry no gustaba del fenómeno Fania. De hecho, lo despreciaba: “A mí la Fania no me interesaba ni una gota – apresura con desprecio -. No me gustaba la forma cómo se aprovechaban de los músicos: les pagaban mal, les robaban las regalías… No respetaban ideas ni talentos nuevos. Si uno de esos discos caía de hit, se quedaban en esa onda para seguir grabando. Si no le gustabas a Jerry Masucci, no ibas en el disco”.
¿Cómo un grupo de hijos de inmigrantes latinos en Nueva York, mezcla genética, mixtura de razas, credos y colores que iban desde el níveo gallego al oscuro mozambiqueño iban a originar el aporte musical más importante de la música popular tropical? Eso sólo puede explicarse por la fuerza innegable de la periferia, del margen devenido vanguardia que se apropia, expropia, adueña, mejora y recombina sonidos para reinventar el Caribe en cada baile.
Tan duradero y genuino fue su aporte que ahora nuestro trópico se nos antoja irreconocible sin la vista de una playa infinita donde se escuchan las congas, los metales potentes del trombón, el piano acaballado, los diálogos argentinos de la flauta y, por supuesto, el sonero. Hombre devenido máximo oficiante de ese rito caótico, esa ceremonia mágica que es el baile.
Rondón escribía en los 80´s, con aire profético: “Si la salsa ha de ser la música que representa plenamente la convergencia del barrio urbano de hoy, pues entonces ella ha de asumir la totalidad de ritmos que acudan a esa convergencia. La salsa, pues, no tiene nomenclatura, no tiene por qué tenerla (…) la salsa es una forma abierta capaz de representar la totalidad de tendencias que se reúnen en la circunstancia del Caribe urbano de hoy; el barrio sigue siendo la única marca definitiva”.
Como es natural Palmieri, ya mediando la setentena, sigue siendo el “enfant terrible” de oreja caliente, un viejo “Young Lord” de Harlem cuando atiza: “Muchos jóvenes no tienen nada que hacer con la música bailable nuestra. Marc Anthony canta Latin pop, por ejemplo. Me molesto cuando dicen ‘salsa’ porque es una falta de respeto tremenda para nosotros. Esos patrones tienen sus propios nombres y hubo mucho sufrimiento para llegar a desarrollar esos tambores, esas armonías y escalas rítmicas que vienen de la rumba, el guaguancó y el son”.
The Sun of the Latin Music
¿Qué es lo que hace tan especial a Eddie Palmieri? ¿a quién se le ocurre llamar a su primera banda “La Perfecta” en un gesto de arrogancia insólito? ¿Por qué los expertos le consideran el “sol” de la música latina?, ¿cuáles son los atributos que le han valido Grammys, gloria y una rara fama si no es el más popular de los músicos, ni el más conocido de los arreglistas, ni fue parte de la Fania en su momento de gloria?
Primero, lo primero. Eddie volvió al piano y demostró aptitudes sobresalientes para los teclados. Al crecer, en 1955, se incorporó a la orquesta del notable bajista Johnny Seguí donde empezó a escuchar como poseso a las figuras legendarias del jazz. Su exiguo sueldo se le iba comprando placas de Herbie Hancock, Thelonious Monk y McCoy Tyner.
Eran los años donde los cabarets se convirtieron en extravagantes salones, lujosos y llenos de bailadores elegantes. Los salones del Waldorf Astoria, el Havana-Madrid, Zanzibar, Latin Quarter, Chateau Madrid (en el Hotel Lexington), Morocco y Copacabana, junto con el célebre Palladium eran los templos de la música.
“Pancho Cárdenas, un cubano tenía el sobrenombre de ‘El rompeteclas’, pero luego me quedé con el apodo. Yo tocaba con Johnny Seguí y le daba duro a las teclas de un piano de cola de un local cuyos dueños eran bien ‘macetas’ (tacaños) pero la gente siempre les llenaba el sitio. Nunca respetaron a los músicos, nos trataban como sirvientes y yo era muy jovencito. Me acusaron de que les estaba desbaratando el piano, entonces amenazaron a Johnny: ‘O se va el pianista o se va la orquesta’. Entonces le dije a Johnny: ‘No te apures que yo me voy’. Él se quedó y un tiempo después se fue a Puerto Rico donde tuvo un éxito enorme”, narra el músico.
Sin embargo algo le faltaba a Eddie. Sentía que su formación estaba incompleta y era un chico muy ambicioso. Sabía que el jazz era una fuente pero no sería el único camino, por eso se une a la orquesta de Vicentico Valdés y bebió de las fuentes del rico folclore afrocubano. La rumba como concepto se le incrustó en el alma y agotó todas sus variantes: guaguancó, columbia y yambú.
Malcolm Gladwell advierte en su controvertido ensayo “Outliers” que la genialidad parte de unas aptitudes innatas excepcionales junto a la dedicación exclusiva del cultivo del talento por un mínimo de 10.000 horas, entonces Eddie agotó y sobrepasó sus horas por aquellos años. La emoción es evidente cuando recuerda sus inicios.
Al pianista le brillan los ojos y enronquece la voz mientras detalla la pasión erudita que siente por el ritmo: “La rumba nace de un prejuicio. Cuando el ‘mandingo’, el mulato de Cuba, le quita la palabra flamenco a la rumba que trajo el español, de ahí se origina la música cubana. Enseguida que hacen eso nace el prejuicio de que era música para gente baja, pero de ahí es que se desarrolla el tambor y se originan los patrones rítmicos que ponen al mundo a bailar. El guaguancó reina hasta que llega el mambo y después el chachachá, todos esos ritmos los aprendí con Manny Oquendo que me ayudó a saber quién es quién. Toqué piano con Vicentico Valdéz en el 56 quien me enseñó: ‘Recuérdate de esto siempre: es un peligro estar vivo, pero muerto no se puede vivir’”, y estalla en carcajadas.
Los sótanos de las casas, los garajes, los áticos eran refugios donde los jóvenes se encerraban a escuchar música y hacer descargas. Hablaban, oían y respiraban música como recuerda Eddie: “Empecé escuchando en la casa de Manny Oquendo donde me juntaba con Mike Collazo, que era el timbalero de la orquesta y luego empecé a comprar hasta que me hice tremendo estudiante. Cuando hice mi orquesta en el 61, ya yo tenía esa preparación más que estar interesado en el jazz. En esa época no lo entendía porque siempre que escuchaba algo preguntaba ¿dónde está el mambo?, ¿dónde está la moña?, ¿dónde está el montuno? Pero hoy día para mí, el jazz tiene de todo pero en esa época estaba más interesado en el tambor y la música bailable”.
Consciente de su talento, el joven seguía formándose interesado en los ritmos caribeños, la herencia antillana y las incipientes mezclas experimentales hasta que fue llamado por Tito Rodríguez para que fuese un pianista estrella. Dos años estuvo junto a él (1958-1960) aprendiendo del durísimo ambiente musical, las miserias del negocio y la gerencia musical: “Era lo más cerca que teníamos los latinos de un Frank Sinatra”, musita con admiración hasta el día de hoy.
El azar favorece a una mente preparada por lo que en 1961, a los 24 años decide dejar el brillo y la fama con Rodríguez para cosechar su propia gloria. Nacía “La Perfecta”, una especial agrupación que marcó el inicio de las innovaciones del sonido tropical, eso que los entendidos llaman con reverencia “la variante Palmieri”, como si de una fría ecuación se tratase.
En una Nueva York de feroz competencia, Eddie tenía pocas opciones para marcar distancia. Estaba la formación tradicional del conjunto de son con su instrumentación básica de trompetas en los metales, la charanga, flauta y violines. La añorada “Big Band” que hizo clásicos arreglos y temas de grandes como Tito Rodríguez era una locura porque estaba pasando de moda.
Eddie decide presentar una variable que sería histórica: usar la formación del son pero sustituir las trompetas por los trombones boricuas que Mon Rivera había hecho célebres en sus “plenas”. Incluir trombones y flauta fue, en palabras del musicólogo Jorge Pérez Rolón, “develar un misterio musical histórico, hasta el presente inadvertido”. Estos instrumentos variarían los usuales patrones rítmicos para siempre.
A mediados de los 60, bandas como el sexteto de Joe Cuba, la orquesta de trompetas de Richie Ray y “La Perfecta” de Palmieri dominaron la escena musical neoyorquina con nuevos estilos como el “Bugalú”, el “Jala-Jala” y otros. Los bailes en plena ebullición tenían al “Palladium” de Broadway como uno de sus campos de batalla.
Pocas veces en su vida este músico fue tan feliz. La pura alegría de competir, dejar tirada a la otra orquesta e improvisar sets sabrosos que dejaban temblando a los bailadores, sin pensar en el negocio, ni en los sellos disqueros son un grato pasado que el compositor añora con dulzura: “Cuando empecé había saoco en las tumbadoras, como dice una canción de la Sonora Matancera con Celia Cruz. Estaba ‘Machito y su Afro-Cuban Orchestra’, Tito Puente y Tito Rodríguez. Cuando empecé con “La Perfecta” subíamos a la tarima para acabar con todas las orquestas porque no había nada igual. Cuando inicié mi banda cambia todo, nunca se había visto una orquesta así”.
Modestia aparte infla el pecho y prosigue como los guapos: “Porque trombones existían tocando en orquestas grandes del jazz: dos saxofones, cuatro trompetas, cuatro trombones, en fin….pero NADIE ponía dos trombones al frente con una flauta de madera, un cantante y el ritmo de un Manny Oquendo, Tommy López, José Rodríguez y yo, en el piano. Éramos ocho pero cuando el mazacote de esa orquesta apretaba en tarima, sonábamos como 16. Y nadie quería meterle mano a mi banda en la tarima. Cuando preguntaban ¿quién va a tocar en tarima? Y le decían que Palmieri y La Perfecta, respondían: ‘Eso va a ser una jodienda’. Pero eso es respeto para los que tocan, si no tienen eso, no tienes nada”.
Hay leyes de vida, reglas inmanentes que se aprenden en el barrio. Entre golpizas y juegos, los hermanos Palmieri tuvieron sus primeras iniciaciones. Como si hablara de un ritual antiquísimo el compositor asevera: “Tú tienes que venir y montarte con los mejores y meterle candela a quien sea, a quien sea pero con orgullo. Cuando tocaba en el “Palladium”, hacía cuatro o seis sets por noche por 72 dólares para los músicos y cuando hubo problemas con la licencia llegamos a ganar 18 dólares por cuatro sets. La rutina era simple pero durísima. Cuando empezamos a tocar los primeros dos sets, solos con “La Perfecta”, luego llegaba Tito Puente y tocaba un set. Cuando venía el tercero mío, ya estaba apretando, luego Puente tocaba su segundo set, pero cuando llegaba al cuarto mío era para cortarle la cabeza y joderlos a todos. Pero eso nos pasaba con cualquier orquesta, menciono a Tito porque era el más grande”. Por esos años, la leyenda del pianista se incubaba y los fanáticos salmodiaban: “El montuno de Palmieri es el montuno de Palmieri, y nadie lo pone y lo suelta como él”.
“Gavilán come pollo y nada más”
Pasaron los años, la fama y las crisis, las bancarrotas y los tratos millonarios pero el tiempo ha sido generoso con el legado de este músico. La Fania que parecía inexpugnable, ahora es un recuerdo más de la tradición afrocaribeña y a Palmieri le llovieron los Grammys. Su herencia como compositor experimental se renueva constantemente con giras donde hace gala de sus aportes al Latin Jazz y cuando quiere “hacer bailar al pueblo”, revive “La Perfecta II” o cualquier otro grupo para entonar sus éxitos.
Cuando este pianista quiere demostrar que alguien es especial en su vida suele decir “vive en mi corazón y no paga renta”, muchas veces su entrega ha sido tal que los fanáticos sienten esa energía con fervor religioso. Pasa en Nueva York, Panamá, San Juan, San José, Lima, Bogotá, Medellín, París, Berlín, Tokio y también pasó en Caracas este mes.
Durante su concierto, una mujer se me acercó jurando que era el final, que los orishas le habían permitido venir a despedirse de nosotros porque “el sapo”, como también le dicen, ya estaba ido. Vi a un hombre, ron en mano y cargado de oro, enumerar las incontables veces que lo había visto gemir, gritar y bailar en el escenario desde que en 1967 lo vio por primera vez en “El Rodeo”, local caraqueño devorado por la urbe.
Se puede escuchar cualquiera de sus discos y automáticamente comenzar a contar el ritmo con los pies que empiezan a moverse solos. Sin embargo, Palmieri es un lenguaje. Debes ser introducido, iniciado. Tuve la suerte de verlo en vivo hace unos años en un concierto inolvidable en el Festival Internacional de Tradiciones Afroamericanas en Maracay, una ciudad cercana a Caracas.
Esa noche la magia imperaba en los ánimos. Era un homenaje a Oscar D’León y Palmieri tocó junto a Jimmy Bosch, legendario trombonista que conmovió hasta las piedras con su potencia. Parecía que los cultores de todas las religiones africanas hicieron acto de presencia para llenar de una singular energía esa noche. La gente musitaba con reverencia que Yemayá, había bajado para bailar con “el sapo” Palmieri.
El clasicismo que emana de cada canción compuesta por Palmieri es dable advertirlo en su afán investigativo y jamás saciado. No en vano, Rondón aventuró en su libro: “Bien podríamos decir que fue a la salsa lo que Miles Davis al jazz en la década de los 60. Así como Davis sirvió de factor aglutinador para los principales personajes que desarrollarían el jazz típico de los años 70, asimismo Eddie reuniría bajo su influencia las principales vanguardias que se destacarían en la salsa”.
Cuando escucha la comparación, Palmieri estalla en carcajadas. Ríe como un niño y confiesa como si fuese una travesura quién es su influencia principal: “A Miles Davis le cerré un show en Suiza you know? Lo conocí y fue genial. Pero quiero hablar de la música clásica de un grande como Cachao. Era un jovencito cuando salió de la Orquesta Sinfónica y entra con la orquesta de Antonio Arcaño quien se maravilla al escucharlo. La propuesta de ellos era traer la música clásica al pueblo de Cuba, fuera quien fuera el compositor. Por eso cuando Cachao escucha Rhapsody in Blue de George Gershwin hace un arreglo con montuno y después le ponen el mambo. Cachao hizo un modelo de ritmo para ponerle el mambo al danzón, el mambo tiene una cosa endiablada que es un swing cabrón. Por eso es que la gente se enloquecía bailando”.
Como pasa con el mambo, cualquiera puede moverse al son del ritmo frenético de la “variante Palmieri”. “El emperador” se revela cuando lo escuchamos con atención. Hay uno y varios, es hermético y popular. El tiempo inexorable llega junto a la organizadora del concierto que grita escandalizada al ver que, nuevamente, Eddie no ha comido nada. Palmieri dice con picardía: “Nadie me cree pero mientras menos como, más fuerzas me da. Es así: el cuerpo trabaja con oxígeno, entre más te llenas de comida menos le das a las células lo que necesitan. Entonces lo que estas acumulando es lo que llaman el “bocoso” y eso te quita la fuerza, te pone de mal humor”.
Chefi Borzacchini, organizadora del evento y célebre periodista cultural del país, lo mira horrorizada y le hace un gesto maternal para llevárselo. Antes de entrar al ascensor, Eddie se voltea y advierte: “Una vez oí que preguntaron: ‘¿Oye Eddie Palmieri está loco?’ Por supuesto que estoy loco, pero loco como dijo Platón que le explicó a sus alumnos que un músico es un loco inspirado ¡Voy a ver si puedo comprarme una camisa de fuerza!”.
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