El hombre que cantaba debajo del agua
Fuente: El País, España. Por: Marcos Ordóñez
El 29 de junio de 1993, a la edad de 47 años, fallecía de un infarto en el Memorial Hospital de Queens, en Nueva York, un hombre flaco con el corazón roto y muchos huesos maltrechos en su cuerpo y en su alma. Se llamaba Héctor Juan Pérez Martínez, en arte Héctor Lavoe (pronúnciese Lavó) y era un mito, el Cantante de los Cantantes, la gran voz de la salsa, apagada a finales de la década anterior por una continuada sobredosis de droga y de desgracia.
Había nacido en 1946 en el barrio Machuelo de la ciudad portorriqueña de Ponce, cuna también de Pete El Conde Rodríguez, de Papo Luca y de José Flebes, entre otros grandes de la música caribeña. Su madre murió cuando él tenía tres años; su hermano mayor cayó, víctima de una sobredosis, en una calle de Nueva York. En 1960, a la edad de catorce años, Héctor Lavoe ganaba dieciocho dólares por noche cantando con una orquesta de diez músicos.
A los dieciséis, desafiando la prohibición paterna (“Recuerda lo que le pasó a tu hermano: si te marchas allá, olvida que tienes un padre”) se trasladó a vivir a Nueva York y llegó a la ciudad en pleno furor del boogaloo, que entonces era el ritmo latino de moda. Johnny Pacheco, futura alma de Fania, le presentó a otro jovencísimo león de su quinta, un tal Willie Colón, que tocaba un trombón incendiario y rebelde y buscaba un cantante para su orquesta. El primer disco que hicieron juntos, en 1967, se llamaba El Malo y fue un éxito instantáneo que cimentó su leyenda: Willie se convirtió en “El Malo” (“el malo de aquí soy yo/porque tengo corazón”) y Héctor se ganó el apodo de “El hombre del barrio”. Comenzaron a fotografiarse en las portadas como jefes de banda, con sombreros de ala ancha, lazos apayasados y largos abrigos, mitad pachucos mitad mafiosos, o en amenazadoras poses de malandros, con falsas fichas policiales incluIdas, hasta el punto de que muchos pensaron que realmente estaban perseguidos por la justicia neoyorquina.
Con veinte años recién cumplidos, Lavoe era el niño mimado de la naciente Fania y el indiscutible héroe de los jóvenes portorriqueños de Harlem y el Bronx. Durante los primeros setenta, mano a mano con Willie Colón, quema etapas a la velocidad del rayo y forja su personalísimo estilo, callejero, desafiante, y con una extrema habilidad para sonear, esto es, para versificar improvisadamente entre los coros de las canciones. Su repertorio era enorme y podía imitar los giros y tonos de sus mayores, desde Daniel Santos y Chuito el de Bayamón hasta Beny Moré o Gardel. Colón y Lavoe se apartan de lo imperante (boogaloo y pachanga) para cocinar un estilo entre humorístico y violento que fusiona géneros y lo reboza de jazz caliente: el sonido de las malas calles.
Se suceden los discos con títulos provocativos (The Hustler, The Big Break, Crime Pays, Cosa Nuestra) y los éxitos (Barrunto, Sigue feliz, El titán, Che Che Colé, Guajirón), y en el 72 llega El juicio, la primera obra maestra del dúo (o “dupla”, como dicen por allá), una bachata ininterrumpida y tumultuosa de la que emergen himnos como Aguanile, Piraña, Soñando despierto o el enfebrecido Timbalero. “El hombre del barrio” se convierte en “El hombre que canta bajo el agua”, capaz de aguantar conciertos de varias horas y de hacer suya cuanta canción le echasen. En el 73, segunda obra maestra: Lo mato (si no compra este LP), con un puñado de temas extraordinarios: Señora Lola, Todo tiene su final, El día de mi suerte, Calle Luna calle Sol. Durante esos años, Lavoe se apunta A cuanta jarana se cruza en su camino y se convierte en adicto a múltiples drogas. Tras reiterados retrasos y abandonos, Colón le comunica que no volverá a compartir escenario con él. “Cuando Willie descubrió mi problema”, diría Lavoe, “hizo todo lo que estaba en su mano para ayudarme. Me aguantó mucha basura y nunca se dio por vencido. Nunca podré romper mi amistad con él”.
Así, no solo siguieron siendo siendo amigos, sino que Colón producirá y arreglará buena parte de sus discos futuros. Volando en solitario, Lavoe forma su propia orquesta, una banda de superlujo con los pianistas José Torres y Markolino Diamond, con José Mangual Jr. y Milton Cardona a las percusiones, los trombonistas Harry d’Aguilar y José Rodríguez, y los trompetas Ray Maldonado y José Febles.
En 1975, con arreglos de Colón, Febles y Louie Ramírez, que se turnarán en discos sucesivos (respaldados a veces por Luis “Perico” Ortiz) aparece La voz, donde brillan y alcanzan un enorme éxito los números El Todopoderoso, Paraíso de dulzura (su canto de amor a Puerto Rico), Emborráchame de amor (un viejo bolero de Mario Cavagnaro), Rompe Saragüey y, sobre todo, Mi gente, que acabará convirtiéndose en la canción más solicitada de sus conciertos.

Las crónicas cifran en 1977 el inicio de su calvario. Lavoe multiplica las actuaciones, con su orquesta y con la Fania All Stars, a un ritmo extenuante, lo que incrementa su consumo de drogas y provoca su ingreso en un centro de desintoxicación.
Willie Colon y el productor Jerry Masucci le llevan al estudio casi en volandas para grabar Comedia, un set de canciones a su medida, entre las que resplandece El cantante, una composición de Rubén Blades que se eleva, en un vuelo majestuoso de diez minutos, con los arreglos más sofisticados de su carrera, por encima del viejo tópico del artista que ríe por fuera y llora por dentro. Seguirán Recordando a Felipe Pirela (1979), homenaje al bolerista venezolano, y El sabio (1980), con el tema homónimo de Tito Rodríguez, más Noche de farra y Plazos traicioneros como temas estelares.
En la década de los ochenta menudean sus desapariciones durante largas temporadas, incumpliendo compromisos de gira y grabación: para quitarle hierro al asunto, Johnny Pacheco le escribirá la irónica y bienhumorada El rey de la puntualidad. Sus discos de ese período son desiguales y no tienen el fulgor de años anteriores: a menudo destacan tan solo una o dos canciones, pero esas pocas son incomparables. En 1981 presenta su primera producción, Qué sentimiento, de la que cabe recordar Amor soñado y Soy vagabundo. En el 83 graba Vigilante, de nuevo con la participación de Willie Colon en la producción y los coros. Es un disco extraño, casi un extended EP, que contiene dos grandes piezas: Juanito Alimaña, de Curet Alonso, que en España popularizó Gato Pérez, y la conmovedora Triste y vacía, tal vez su última gran canción.
De 1985 es Reventó, donde encontramos esa especie de coda de El cantante que es La fama, y el merengue Por qué no puedo ser feliz. En 1987 llega su disco de despedida, el melancólico Strike’s Back, donde aparece con una voz mucho más frágil, eco de las desgracias que habían comenzado a abatirse sobre su vida. Hay, para mi gusto, un inesperado destello de fuerza y de vida en Bamboleo (1988), el disco de los Fania All Stars con versiones de los Gypsy Kings, en el que Lavoe nos hizo creer a todos en una resurrección a lomos del tema Siento. No sabíamos entonces por todo lo que estaba pasando: se habló incluso de una maldición, que es a lo que los hombres suelen acogerse cuando las catástrofes se suceden.
El increíblemente infausto año de 1987 comienza para él con un incendio en su apartamento de Queens, que le obliga a saltar por la ventana de un tercer piso, fracturándose el talón derecho. Poco más tarde llega la noticia de la muerte de su suegra, que aparece asesinada de veinte puñaladas en una calle de Ponce. Meses después fallece su padre, y el 7 de mayo muere su propio hijo de 17 años, Héctor Jr., cuando a un amigo se le escapó un disparo mientras limpiaba su arma. A comienzos del 88 le comunican que padece de SIDA. En junio de ese año, tras una discusión con su esposa, se arroja desde el noveno piso del Hotel Regency de Puerto Rico. Se salva de milagro, pero los huesos de sus brazos y piernas quedan destrozados. Lo verdaderamente milagroso es que Lavoe encontrase fuerzas para subsistir cinco años más, pero fue un lustro devorado por las drogas, la depresión, la enfermedad y sus secuelas – diabetes y un derrame cerebral – hasta que murió en el Memorial Hospital de Queens. Fue enterrado en el Saint Raymond del mismo barrio y nueve años más tarde, tal como había pedido, su compañero y amigo, el sonero Ismael Miranda, logró que sus restos fueran repatriados a Ponce.
Del gigantesco Héctor Lavoe nos queda el cimbreo sonriente de su estilo, de su voz de tenor, con un cierto deje nasal pero plenísima, rotunda, con una gran fuerza expresiva. Bailaba Lavoe con su voz, flexible y sinuosa como pocas, capaz de sonar con la misma limpieza y el mismo brillo en sus expansiones más solares y en sus más altas y nocturnas melancolías.
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