Se anuncia para este mes el estreno de un documental sobre Richie Ray y Bobby Cruz. Esta nota del recuerdo, escrita por uno de los realizadores, es la génesis del mismo, nueve años atrás...
Fuente: Elmalpensante.com Por: Sandro Romero Rey (Año 2003)
La ruta del sonido bestial
El paraíso según Ricardo Ray y Bobby Cruz
Sandro Romero Rey
El 1° de febrero de 2003, en el Coliseo Rubén Rodríguez de Bayamón, en Puerto Rico, Richie Ray y Bobby Cruz celebraron los primeros cuarenta años de una de las asociaciones más felices en la historia de la música salsa. Allí estuvo el escritor, dramaturgo y ahora documentalista Sandro Romero Rey para contarnos el milagro. Lo que sigue es su arrebatada declaración de amor a los dos músicos.
Puerto Rico es un pedazo de tierra rodeado de salsa por todas partes. Cada flecha de sus autopistas conduce a un lugar que el amante de la música antillana reconoce: Bayamón, Puerta de Tierra, Santurce, Monteadentro, Calle Luna, Calle Sol, Ponce de León, Trujillo Alto, Río Piedras. Si uno no es de Puerto Rico, es muy probable que pueda inventarse la isla gracias al sabor inobjetable de sus canciones. Ahora bien, si el viajero que arriba a San Juan es colombiano, tendrá que abrocharse muy bien los cinturones del alma, porque la agotadora sensación del déjà vu lo va a atacar desde que respire los primeros sonidos de su aire. No, no es la primera vez que uno desciende de un avión a esta descarga caliente. Uno ya ha estado allá mil veces. Uno ya ha bailado en este suelo. Uno ya se ha divertido en Borinquen, la tierra que quiero yo. Y en la Isla del Encanto lo saben. Si el que llega es, además, caleño, la clave está marcada. Hay un brillito en la mirada, un saber de qué estamos hablando, un abran paso porque nos vamos de vacilón.
Era el final de una aventura. O, al menos, el inicio de un final. Entre el 19 de enero y el 5 de febrero de 2003, quien esto escribe, en compañía de los cineastas Sylvia Vargas y Marius Wehrli, terminábamos dándonos respiración boca a boca una aventura de dos años tras Ricardo Ray y Bobby Cruz, los reyes inconfundibles de Puerto Rico. Bueno. Reyes de Puerto Rico pero también de New York, de Venezuela, de Colombia a Panamá. Habíamos estado armando un rompecabezas que daría como resultado un extenso documental sobre sus vidas y milagros. Llegar a Puerto Rico representaba el cierre del primero y más importante de los círculos, puesto que se celebraban los cuarenta años de Richie y Bobby en su aventura musical (al igual que los Rolling Stones, el año anterior) y la grabación en vivo del disco número cien, en un elefantiásico concierto (que se convertiría en dos) en el coliseo Rubén Rodríguez de Bayamón. Me voy pa Bayamón a comer chicharrón. Ai na má. Na má qué decir. Allá llegamos. Del documental no hablaremos en estas líneas, porque de ello se encargarán las imágenes. Lo que me propongo es ensayar una respuesta para explicar por qué me gasté una fortuna en tiempo, paciencia, nervios y verdes, persiguiendo a dos músicos convertidos, a dos leyendas perdidas en la maraña de la historia, a dos pastores que persiguen ovejas de otro corral.
En otras palabras, estas notas pretenden abrirle un espacio a la memoria y tratar de racionalizar lo importante que ha sido para una generación la música de estos colosos de la salsa. La música de un pianista, arreglista y compositor sobrenatural, y de un cantante hierático, con una voz prodigiosa aún después de los 65 años. ¿Cómo se celebraron los primeros cuarenta años de Richie Cruz, Bobby Ray, Richie Ray, Bobby Cruz? ¿Cómo se grabó el disco número cien? ¿Cómo es este Dúo Dinámico en la tierra de sus raíces más profundas? Vamos a responder estas preguntas. Pero antes, un poco del pasado. Ahora vengo yo.
Si te contara
En 1965, cuando Ricardo Maldonado cumplió veinte años en el condado de Brooklyn, los Rolling Stones estaban preparándose para sacudir al mundo con el riff de “(I can’t get no) Satisfaction” y los Beatles eran los reyes de la comedia torciendo las estructuras del Shea Stadium. Ray Maldonado tocaba la trompeta, y su hermano Richie se comía el piano con desespero porque no quería perder el tiempo más en el Conservatorio de su barrio, ni se iba a desesperar inútilmente con los profesores de Juilliard School. Richie y Ray comenzaron a tocar juntos la música de su Puerto-Rico-del-alma, mezclándola con el jazz de sus mejores victorias nocturnas y con el sonido de las orquestas cubanas, tan impecable, misterioso y perfecto como siempre. And now, ladies and gentlemen, ¡la orquesta de Richie y Ray!... ¡Richie y Ray!... Ray hizo mutis, pero la orquesta se quedó siendo la de... ¡Richie Ray! El yin y el yang convertido en el yinyang, los siameses unidos antaño por el vientre materno ahora serían una sola cabeza y un solo corazón.
Richie había conocido en 1963 al malandro Bobby Cruz y le había enseñado pacientemente a tocar el bajo. Pero Bobby quería tirar por lo alto. Y sin pedirle permiso a Ricardo, aprendió a cantar. Al pianista, en un principio, le dio cierta indisposición, me imagino, porque él quería que se cumplieran sus órdenes desde que estaba muy joven. Pero Bobby no llevaba en vano la Cruz a cuestas y se logró colocar al frente de la orquesta, quieto, impávido, aquí estoy, aquí me quedo, aferrado a este micrófono y a estas descargas que me aprendí de memoria para no tener que compartir esto con nadie más. Ni con Chivirico Dávila, que estuvo alternando voces in the beginning, pero que luego seguiría su propio camino. El chivo no tiene nombre, bongó.
Comején fue el primer álbum y allí ya estaba todo. Desde la juvenil descarga “Viva Richie Ray”, donde se condensaban la esencia del pianista y el súcubo del cantante: megalomanía desenfrenada, arreglos impecables, pachuquería latina y letras convertidas en lo que deben ser: pretextos para llevar un ritmo. Claro que encantaba Ricardo. En ese disco (¿cómo se llamaba finalmente?, ¿Ricardo Ray Arrives? ¿Comején?, ¿Viva Ricardo Ray?) uno se fascina por el lado que quiera: con la inocente bacanería de “El mulato”, con la melcocha fatal del “Amor de juventud”, con el mapa fantástico de Cuba en la “Pachanga Medley”, con el mensaje fraterno de Ray Maldonado en “Brother Ray”, con el “Mambo jazz” al estilo moderno (de cuál modernidad estarán hablando, se preguntarán mis amigos, los que bailan pensando), con la sencilla genialidad de “Suavito”, con la ilusa “Si te contara” (¿será que el buen Ricardo sí pretendía que ella regresara arrepentida?), con la plaga del “Comején” y con la contundencia final de “Pa’ chismoso tú”. No había de qué quejarse. Ya todo estaba dispuesto para que el mito se inventase. Y Richie and Bobby se lo creyeron.
Que viva Cali, Cali, Chipichape y Yumbo
En la segunda mitad de los años sesenta, en la capital del departamento del Valle del Cauca en la República de Colombia la gente estaba dividida, no por clases, sino por la clase de música que escuchaba. Había festivales de arte que organizaba una apetecida argentina llamada Fanny Mikey. Ahí se escuchaba música clásica en el Teatro Municipal de la ciudad. Pero también existía el Teatro al Aire Libre Los Cristales, donde la Orquesta de Cuerdas de Cali alternaba sin prejuicios con las agrupaciones folclóricas. Existían aún las veladas donde se cantaban bambucos y pasillos alrededor de copas de aguardiente. Los melómanos de buena estirpe sabían de Bach, Mozart, Beethoven, Tchaikovski, Dvorak y Debussy, como debe ser en los ambientes más prestantes.
Sin embargo, nadie sabe cómo, o sí saben pero les da pereza recordar, de La Habana vino un barco cargado de... música popular antillana. Llegó al puerto pacífico de Buenaventura; luego de atravesar el Canal de Panamá, atravesó la franja occidental de la cordillera de los Andes y se instaló en los barrios populares de la muy tranquila ciudad de Santiago de Cali. Cuando los cubanos ya estaban muy bien ambientados en los tocadiscos de los prostíbulos locales, llegó el comandante Ricardo Ray con su lugarteniente Bobby Cruz, y las cosas fueron a otro precio. Cali levantó un estandarte de pasión a la música ardiente del pianista y sus notas encantadas.
Muchas descargas, decían las divinas niñas-bien de finales de los sesenta en los clubes de la burguesía local. No les gustaba Richie Ray. No les gustaba eso que se dio en llamar después salsa. Pero Ricardo siguió tocando y grabando descargas y solos y acelere y claves y ritmos y trompetas que se enredan en arreglos perfectos, como si fueran los ángeles y los demonios del Apocalipsis compartiendo micrófono con los poetas del desastre.
Ellos estuvieron en Cali en las Navidades del 68/69 y en las del 69/70, destruyendo la moral, las buenas costumbres, desconcertando con su música, Richie feliz frente a sus teclas, con un extraño parecido al maestro Antonio María Valencia, gozando en su piano de cola, mirando sin cesar a Bobby, inmenso y estático como una momia, moviendo tan sólo los labios y chasqueando de vez en cuando el pulgar y el dedo corazón de su mano derecha. Los nombres de Cándido, Ismael Maelo Rodríguez, Russell Farnsworth, Cocolía Rodríguez, Miki Vimari, El Pirata Cotto, se hicieron muy populares, popularísimos, entre los amantes de la música de Richie y Bobby. Pero, ante todo, el sonido inconfundible del piano de Maldonado (ya se sabe, “quien les toca no es Stravinsky”), sus trompetas bestiales, sus desnudos cueros, las dos voces siamesas de Ricardo y su Cruz, todo ello quedó en la memoria de los iniciados. Umberto Valverde comenzó a inmortalizarlos en su libro titulado, justamente, Bomba camará (como la canción que concluye el álbum Jala jala y boogaloo), y Andrés Caicedo pondría el punto final al homenaje con los delirios de arrepentimiento de su personaje Rubén Paces en la novela ¡Que viva la música!
Ricardo le había cantado a Amparo Arrebato, y ahora Cali le cantaba a Ricardo. Richie y Bobby, jurábamos los caleños, nos pertenecían. Pero Ricardo no volvió. Quedaron sus discos en 33 y en 45 rpm y algunos, como Bella es la Navidad, bailada en 45 cuando el disco era en 33, para que los danzantes sudaran como sólo Dios sabe. ¿Cuántos discos de Ricardo Ray y Bobby Cruz se habrán escuchado en Cali? Es mejor no calcularlo.
Colombia’s boogaloo
El tiempo pasa. Y los discos se rayan, así como la memoria. Pero los ídolos no nos quedan mal y le hacen piruetas a la muerte para poder seguir acompañándonos. 35 años después, después de Comején, 37 años después del coup de foudre, Richie y Bobby estuvieron en Bogotá en la gira promocional de su álbum Un sonido bestial (no confundir ni con El bestial sonido... ni con El sonido de la bestia), en el estadio El Campín el 17 de junio de 2000. A quien esto escribe siempre le había ido mal con Richie Ray. En 1978, cuando lo vi, los vi, en Cali por única vez, el señor Ricardo Maldonado y su fiel escudero estaban poseídos por la palabra divina y actuaban como teloneros (óigase bien) de un ex pandillero atracador de almas llamado Nicky Cruz. Ignoro el parentesco de este personaje con el cantante, pero no tuve la paciencia para permanecer en el Coliseo del Pueblo e hice mutis. Qué vergüenza. En aquel entonces debí reconocer que tenía los peores ídolos del mundo. El concierto era una mezcla de aleluyas y gemidos cuasirreligiosos, mezclados con algunas canciones de los álbumes Reconstrucción y Viven. A los puristas no les gustaban estos discos, pero yo tengo que reconocer que me entusiasman algunas canciones (“Algo diferente”, “La oportunidad”, “El rey David”...). Sin embargo, esa vez la experiencia era bastante deprimente: Richie & Bobby comenzaban cantando un temita denominado “Algo nuevo” en compañía de la Gran Banda Caleña. En efecto, algo nuevo. La acústica pésima, los arreglos rebuscados para nada, la energía deplorable. Cuando Nicky Cruz comenzó a lanzar sus aullidos triunfales a un Jesucristo que no me pertenecía, regresé a mi casa. Había perdido a Ricardo Ray y a Bobby Cruz, por culpa de Dios, para siempre.
Pasaron los años y yo me resistía a divorciarme de mi parejita. De hecho, nunca dejé de escucharlos en solitario y nunca dejé de murmurar para mis adentros: “¿Pero cómo es posible? ¡Si son unos genios! ¿Cómo es posible que en vivo sean una cosa y en los discos sean otra? ¿Serán unos impostores? ¿O será que Dios, en su divina omnipotencia, les quitó todos sus poderes musicales para castigo de los pecadores que los escuchamos?”. No encontraba la respuesta. Richie Ray y Bobby Cruz eran un par de fantasmas que sobrevivían en mi felicidad gracias a las gracias geniales de sus grabaciones. Nada más.
En 1987 regresaron a Colombia, peor que antes. Promocionando el álbum Más que vencedores, los músicos habían hecho versiones de sus grandes clásicos (“Sonido bestial”, “Bomba camará”, “Jala jala”...) ¡con letras místicas! Los diablos haciendo hostias. Decidí olvidarlos para siempre. ¿Cómo era posible que no se dieran cuenta de que la salsa y el proselitismo (sea de Rubén Blades, Celia Cruz o los Van Van) son como el agua y el aceite, como Stalin y Trotsky, como el sida y el amor? Era muy tarde para explicarlo. Era un caso peor que el de Cat Stevens (convertido ahora en Yusef Islam), que el de Robert Zimmerman (quien volvió al redil de la música para seguir siendo el inmenso Bob Dylan), que Yuri o, peor, que José José (convertido ahora en Sejo Sejo).
Pero no perdí la fe. Treinta y cinco años después, quizás siguiendo la nueva ola del renacimiento musical, gracias al cd y a las más recientes generaciones, los dos inmensos músicos (porque lo siguen siendo, ya lo van a ver) hicieron un gran concierto de resurrección en Puerto Rico en el año 2000, y el mundo volvió a bailar de alegría bajo sus notas. El resultado fue el álbum doble VIP, donde el bestial sonido de Richie y Bobby es un ejemplo patente de que la historia de Lázaro en el Antiguo Testamento es, en efecto, posible. Ellos han regresado con todo, guardando las debidas distancias. Porque una cosa es “La zafra” y otra “Cipriano”. Una cosa es “El diferente” y otra “Los fariseos”. Ambas pueden convivir en armonía si no se confunden los territorios. Pon cuidado si vas por el Guarataro.
Bueno, algo es algo. Un disco nuevo de la dupleta feliz es un pequeño regalo del Señor. Pero el premio sorpresa estaba por venir. Y vino, primero, directo a Bogotá al estadio El Campín, a la “Colombia de mis amores”. El 17 de junio de 2000, con Ismael Miranda, Pete El Conde Rodríguez (última visita a Colombia antes de su convergencia con la muerte), Henry Fiol y Cheo Feliciano, Ricardo y Bobby cantaron “Para ti Colombia”, “Agúzate”, “Sonido bestial”, “Gangán y Gangón”, “Jala jala”, “Juan en la ciudad” y “Ahora vengo yo”. Es decir, la titular, como dicen en el fútbol. En ese momento comenzó a gestarse la idea de indagar, desde adentro, en qué consiste la fascinación por la música de los dos puertorriqueños.
Puerto Rico me llama
Lo que sigue me lo salto. Lo que no me voy a saltar, ni por asomo, es la experiencia del concierto de los cuarenta años y los cien discos en Bayamón. Fue el primero de febrero de 2003. Una semana antes, cuando llegué con mis compañeros documentalistas a San Juan desde Miami, la boletería estaba agotada y hubo que organizar una nueva velada para el día siguiente. Así se nos informó en Viera Discos, el mítico almacén de salsa, en Santurce, cuyo lema es “si está grabado, lo tenemos”. Si usted, paciente lector, va a Puerto Rico en busca de salsa, tiene que conocer a Rafael Viera. Allá se reúne todo el mundo y todo el mundo te recibe con la felicidad a flor de piel.
Richie y Bobby llevaban en la isla varios días ensayando. Yo realmente creía que ellos ya habían tocado el cielo con las manos luego del legendario concierto del verano de 2001 en New York, en el Carnegie Hall, durante el Latin Jazz Festival donde compartieron escenario con la Sonora Ponceña, y Richie y Papo Lucca se trenzaron en un duelo de blancas y negras que sólo los que lo vivimos podríamos dar cuenta de su perfección. En aquella época, el documental en el que nos habíamos sumergido estaba rodando y, en sus imágenes, espero quede consignada con fidelidad la experiencia de ver a don Ricardo coronado en el Olimpo de los grandes músicos. Sin embargo, en Puerto Rico las sorpresas iban a continuar. Gracias al privilegio de andar cargando cámaras y equipos, pudimos ser testigos de los ensayos del concierto durante varios días y tuvimos la fortuna de oír temas que luego no serían incluidos en la maratón de los cuarenta años. Me refiero a canciones fundamentales de la época de la conversión, como el polémico “Adiós a la salsa” que, me imagino, fue omitido de la selección final de canciones por razones estratégicas.
Ya desde 2001 habíamos oído la idea de la grabación en vivo del disco número cien, con la presencia de otras grandes estrellas de la salsa de Puerto Rico y New York. La fecha inicial para la realización de esta fiesta tuvo que ser pospuesta, y nombres como el de Rubén Blades no pudieron participar en el homenaje. Sin embargo, los escollos fueron sorteados y Richie y Bobby, en compañía de toda su familia musical (donde se destacan Angie Ray, la esposa del pianista; Richie Viera, el productor, hijo de Rafael Viera; Luis García, el director musical, y una procesión de genios del sonido que va y viene, entra y sale, sin ningún rigor, pero con las pilas armónicas puestas), se lanzaron a la celebración.
La idea es que hubiese representación de cada una de las épocas en la vida musical de Los durísimos. La selección fue un problema pero, por fortuna, no se omitió ninguno de los nombres disponibles, y el resultado se sintió en el concierto que se extendió por más de cuatro horas. El público lo adivinaba así desde el momento en que comenzó a ingresar al coliseo de Bayamón con un fervor y un cariño que más parecía el de un rebaño de fieles que el de unos fanáticos de la salsa. Cuando la tarde languidece y la oscuridad se cierra en el cielo de Borinquen, comenzó la bacanal. Los músicos se acomodaron en la penumbra, Richie se instaló de pie frente a su piano eléctrico (de hecho, no se sentó nunca) y sin mayores preámbulos arrancó con los primeros acordes de “Comején”. Si usted conoce la canción, lector, sabrá lo que representa oírla en vivo, en especial el puente entre la primera y la segunda parte, cuando los vientos parecen alcanzar el cielo con las manos y, de un momento a otro, Bobby Cruz hace su entrada en escena y el mundo se mide, a partir de ese momento, en otro tiempo. Hoy se diluye el “huye pate’palo que viene comején” de la versión del álbum Décimo aniversario, pero no se ha perdido la sencillez sonora del elepé de cuarenta años atrás. Sin ninguna explicación, la orquesta se lanza con “Traigo de todo” de tiempos pasados. Aunque esta vez ya el cantante ni trae ron ni trae cerveza, sí trae los mismos arreglos y la misma felicidad, el mismo matrimonio entre cueros y trompetas. Allí, en medio de la emoción y el acelere, uno mira el escenario y trata de grabar en la memoria todo lo que sucede: Richie a la izquierda, comandando el ataque, con su entusiasmo inconfundible. Bobby al centro, inmutable, aunque esta vez yo lo notaba un poquitín más eufórico, haciendo mínimos pasitos de baile, chasqueando los dedos y sonriendo por encima de su nuevo peinado. Tras él, la sección de vientos, los cuatro coristas, el bajo eléctrico, los gigantescos percusionistas, la dirección musical de Luis García, todo ensamblado bajo las luces, ya no en la secreta intimidad de la sala de ensayos A Tempo, sino en la realidad de la comunión con sus devotos. Una vez terminado el segundo tema, un saludo rápido al Puerto Rico del alma y, sin dar tiempo a la respiración, siguieron con “Guaguancó raro”. Éste es el tipo de conciertos que me gustan, pensé, donde no hay que limitarse a los himnos archiconocidos, a los “catorce cañonazos bailables”, sino que uno se puede dar el lujo de disfrutar joyas como ésta, con sus complejos arreglos y sus descargas atravesadas. El solo de piano de Richie parecía calcado de la grabación original: versiones que se vuelven clásicas y en las que insisten mucho ambos compositores. “Si uno no le canta a la gente hasta el último respiro, hasta el último ¡sambumbia! que esté en los discos, te pueden matar”, me dijo Bobby alguna vez.
Que estamos en un concierto de remembranzas se adivina en el cuarto tema. El cantante habló de sus viejas épocas en New York y de la gente que los acompañó. Todo como pretexto para presentar el himno que nadie esperaba: la “Pancho Cristal” que tanto aman los que aman a Richie. A partir de ese momento, el público estaba en el bolsillo y el Dúo Dinámico había puesto las condiciones. Luego, Mr. Bobby Cruz dio una breve explicación sobre los orígenes del ritmo de “Jala jala”, sobre Roberto Roena y el Gran Combo, e hizo mutis. Richie se zambulló en su piano y martilló el inició de la canción para que todo el público saltara de sus asientos. El tema fue cantado por el solista Charlie Cruz, sonero de las nuevas generaciones, aclamado por las jovencitas. Acto seguido, el mismo Charlie Cruz improvisó pregones en una deliciosa versión de “Bomba camará”, donde ya no se habla del emba-jador del piano, sino que el cantante juguetea con las letras, contrapunteando el asalto de los teclados. Ovación cerrada. Cuando Charlie se fue, una pantalla comenzó a contar la historia de Richie y Bobby en el New York de mediados de los sesenta. Allí, con ellos, estuvo la hermosa Nydia Caro, la primera voz femenina que endulzó la pandilla. Nydia subió al escenario seguida del aplauso general del respetable. Ella, junto a Bobby, interpretó a dos voces el bolero “Yo sé que te amo”, y la lágrima brotó de los corazones que abarrotaban el coliseo de Bayamón. Nydia Caro tiene una sonrisa triste y franca que hace una perfecta combinación con el cantante. La nota melosa, como dicen por ahí, estaba puesta. Todos estábamos dispuestos a quedarnos a vivir en aquel tiempo.
Bobby volvió a tomar las riendas de su micrófono con “Juan en la ciudad” del álbum Algo diferente, quizás el tema más popular de su período religioso, junto a “Los fariseos”. Siempre suena muy bien y los espectadores lo reciben con entusiasmo profano; Borinquen no fue la excepción. Felices, satisfechos por dejar colar el mensaje del-que-sabemos, los músicos continuaron con el viaje a través de la máquina del tiempo. Regresaron los invitados. Luisito Carrión se unió a la fiesta. Al término de sus dos canciones, el comentario unánime era que se trataba del mejor de los solistas invitados. Luisito inició su turno con la legendaria “Cristóbal Celai” de Roberto Angiero, del álbum 1975, un clásico con homenajes a Johann Sebastian Bach. La canción es fuerte, de violentos golpes de timbal que el cantante recibe con estoicismo y sabe devolver con maestría. Tras el redescubri-miento de “Cristóbal”, Luisito Carrión se descarrió con una versión contundente de “Amparo Arrebato” que, para un colombiano colado en medio del delirio puertorriqueño, era más que un homenaje. “Pa Juanchito me voy, a pescar al río”, cantaban los coros, y yo me preguntaba si Luisito conocía las claves del tema, si Cali, Chipichape y Yumbo habían zumbado por sus venas. No importaba. El tema saltaba por los aires con la misma gracia y el mismo goce de la grabación original, insertada en tantas compilaciones. Luisito Carrión se dio por bien servido, y Amparo Arrebato ascendió a los cielos entre diamantes tropicales.
Siguieron las sorpresas. Si uno ha oído hablar de Richie Ray, ha oído hablar de Miki Vimari. Pero nadie había vuelto a saber de su existencia. La daban por muerta, la daban por una invención, la daban por un artificio de las grabaciones. Pues resulta que los productores del concierto la resucitaron para la escena. A pesar de que en un principio ella estuvo reticente, al final se dejó convencer y, hela aquí, en el coliseo cubierto Rubén Rodríguez, muy tímida, ya no como la Lolita impávida que adorna la contracarátula del Bestial sonido, sino como una mujer cargada de experiencias que regresa al escenario con recurrente modestia. Bobby la presentó con entusiasmo y ambos entonaron el bolero “Cuando me digas sí”, que todos coreamos con ella para darle confianza, para que se diera cuenta de que el tiempo de las canciones no es el tiempo de la realidad. Tras los aplausos, la orquesta comenzó con los acordes de “La Vimari”, el travieso himno que concluye la cara A del disco que la inmortalizó. Todo muy bien, todo sabrosito, el público se sentía ya instalado en la felicidad, pero no sabía, ni por asomo, de la tormenta de dicha que se le venía encima.
Vamos tocando como bestias
Ya llevábamos doce temas y quien esto escribe se estaba preparando para lo mejor. Días atrás, en la sala de ensayo, yo había tenido la fortuna de quedarme paralizado filmando y disfrutando los ensayos con los músicos originales de La Orquesta del Sonido Bestial. Así quedaron bautizados: José Hidalgo Mañengue, Charlie El Pirata Cotto, Polito Huertas, Manolito González, quienes habían ensayado solos, con Richie, y parecían una orquesta de cien músicos. Hacía cerca de treinta años que no se reunían y yo fui testigo del arranque. Se lanzaron sin papeles con una versión alucinante del tema insignia de don Ricardo Maldonado y allí fue Troya. El mismo Richie quedó con la boca abierta en el estudio. “Chicos, parece que no hubiera pasado el tiempo”, les dijo el que no es Stravinsky. Ese día, acomodaron los detalles para una versión de “La zafra” igual de escalofriante. Así que, la noche del concierto, yo estaba preparado para que el coliseo se hundiese en sus propios cimientos. Palabra de Dios. Sólo el hecho de verlos aparecer marcó la diferencia: Mañengue, conocido como “El alcalde de La Perla” (el barrio caliente de San Juan), con sombrero blanco y chaqueta alada, Manolito González con esparadrapos en los diez dedos, El Pirata Cotto con su ojo que sólo mira hacia adentro, Maelo Rodríguez entre el público, muy enfermo, los gritos cerrados de los espectadores incrédulos, la señal de Richie, el estremecimiento general y ¡zum! las trompetas de la felicidad rompieron el aire con el “Sonido bestial”, Miki Vimari en los coros, los viejos muchachos descargando como sólo ellos lo saben, la baba de la rumba, la agonía y el éxtasis, Richie Ray y Bobby Cruz bajando de los cielos, enseñándole a la eternidad quiénes son los dueños de las celebraciones.
Nadie lo podía creer: ver a Mañengue conversando con sus cueros, bailando, levitando, El Pirata dibujando serpentinas en el aire con sus baquetas, el cencerro de Manolito marcando la parada, era el punto final y el punto de partida para demostrar por qué diablos existe la magia infinita en la música de nuestros convidados. Por supuesto, siguió “La zafra”, con las voces de todos los intérpretes imitando los cuchicheos de las percusiones, y luego, escucha una canción allá por la seee-rra-nía ¡pum! el acabóse, canonizados estuvieron los buenos muchachos del pasado, bienvenidos al presente, Richie se los debía meter en el bolsillo y no dejarlos salir nunca: el concierto ya estaba más que justificado.
Pero esto no paraba, seguía y seguía, y los asistentes al templo, al tempo de Richie, Richardine, ya nos estábamos acostumbrando a que había que quedarse a vivir allí. Cuando se fueron los viejos maestros, siguieron los estrenos. Canciones compuestas especialmente para la fiesta. La primera se llama “Doña Catalina”, un tema críptico, con secretas y discretas alegorías religiosas. Pero con el punch que ya sabemos. La segunda se denomina “Chan chan”, que no tiene nada que ver con la canción que inmortalizaran Compay Segundo y la pandilla de Buena Vista. En este caso, se trata de un travieso lullaby que Bobby hizo a partir de los arrullos de su madre en la infancia. Sin objeciones. Los presentes seguíamos respirando a tumbos y esperando a ver cómo se podía superar lo vivido hasta el momento. Un nuevo invitado pasó al tablero con una canción que no visitaba la memoria de los amantes de (la música de) Richie desde hacía bastante tiempo: “El yambú”, incluida en el ya citado Décimo aniversario. Bobby la iniciaba y luego, cuando comienza el pregón, hace la segunda para Alex de Castro, otro de los cantantes de salsa convertido en pastor. Aunque en esta ocasión (y yo diría que por fortuna) el proselitismo se dejó a un lado. La concentración estuvo en el estribillo, en el aé, qué rico yambú, que sonó fresco y diáfano, para tranquilizar la respiración. Alex de Castro se encargó también de resucitar el hermoso “Guaguancó triste”, una de las primeras composiciones del entonces anónimo Rubén Blades, que Richie y Bobby incluyeron inaugurando la cara B del Bestial sonido. Una lástima que no la hubiese cantado el señor Cruz, el de la Santa Cruz. Sin embargo, los solitos saltones de Richie, que no descansa ni para tomar aliento, hacen las delicias de los remembrantes. De la tristeza, pasamos a la alegría de la “Bomba de las Navidades”, de nuevo con los coros de Miki Vimari, los pregones alucinados de los hermanos Sanabria y los espectadores deambulando por los resquicios del pasado.
Un nuevo impulso y vinieron los covers. Primero, el himno de Frank Sinatra convertido en “A mi manera” (entre los fans de Richie y Bobby, “My way” no existe: la canción es de nuestros héroes), con el duelo de voces entre los mismísimos protagonistas de esta saga. De hecho, Ricardo Maldonado siempre le ha hecho la mejor segunda a su compadre. Pegadita, sacaron a la luz la versión de “Señora” que, según cuentan, poco entusiasmó en su época al autor, Joan Manuel Serrat, pues la reinterpretación de los nuestros terminó siendo mucho más popular en los países del Caribe. Ese ladrón que os desvalija de su amor soy yo, señora... Canciones que sirvieron de tránsito para luego entrar en un nuevo territorio fascinante: el trío de pianos de Richie con Papo Lucca, el líder de la Sonora Ponceña, y el gran Luisito Marín, una sorpresa prodigiosa del latin jazz. Entre los tres se encargaron de resucitar a “María Cervantes” y de reproducir eso que, en su momento, en el álbum On the loose, don Maldonado denominó la “Suite Noro Morales”. Los tres, que no se sentían en una competencia, ni leal, ni desleal, cumplieron con la cuota reposada y elegante. Reposada tan sólo por unos instantes, porque los que subieron acto seguido al escenario fueron las grandes ligas de la Fania All Stars: Johnny Pacheco, en la simbólica dirección musical, y el bajista Bobby Valentín, listos para lanzarse al vacío con la composición de Ray y Cruz para la constelación de estrellas de los setenta: “Ahora vengo yo”, con los solos y las descargas intactas. Luego, la dicha se consolidó con el tema “Hermandad Fania”, del cual se habían olvidado hasta los mismísimos miembros de la Vía Láctea de la salsa. Pacheco, lento y pausado, con sus canas plateadas, se encargó de dirigir un nuevo arreglo de un nuevo tema, especial para el cumpleaños: se llama simplemente “40 años”, con fragmentos de los grandes clásicos de don Ricardo. El laberinto sonoro recuerda al antiguo clásico “Bembé en casa de Pinki”, con sus jugueteos en los que una melodía le muerde la cola a la otra, para delicia de los que se encantan con los códigos cifrados. A estas alturas del partido, todos nos preguntábamos si la maratón musical iba a ser para toda la eternidad. Y la sensación se mantuvo con una canción más titulada “Celebrando el número cien”, con más citas y más homenajes extasiados. La ovación fue total al fin de la francachela, y aún hubo tiempo para que Bobby se envolviera en la solitaria estrella de Puerto Rico e interpretase “Mi bandera” para agradecer con creces tanta dicha y tanto frenesí.
Los espectadores, los ángeles, los querubines, todos, salimos aullando de felicidad. Richie y Bobby hicieron mutis por el foro, listos para repetir la dosis al día siguiente, aquí estamos, señores, diferentes pero iguales, con tinte en los cabellos pero con sonrisas en el alma, no se vayan que al final la vida sigue igual. Azucaré y bongó, Richie ya llegó. El día que usted se muera quiero que todos lloren, murió el rumbero mayor, el hombre de mil amores. Colorín colorao, cuento acabao.
Bueno, quedaron faltando “El mulato”, “Pachanga Medley”, “Pa’chismoso tú”, “No me dejes”, “Swedish Schnapps”, la perfecta “Cabo e”, el himno “Lo altare la arache”, mi favorita “Gentle Rain”, “Tin marín”, “Iqui con Iqui”, “Vive feliz”, “¡Ay compay!”, “A jugar bembé”, “Ricardo y Chaparro” (nunca la explicaste, Bobby, nunca la explicaste), “El Abacuá”, “Wakamba”, “Aé cumayé”, “Feria en Manizales”, “Que se matan tres”, “San José”, “El conde”, “El cencerro de Shingaling”, “El guaguancó”, “Mambo en París”, “Yo soy Babalú”, “Agallú solar”, “Guaguancó in Jazz“, la saga de “Juan Sebastián”, “Chiviriquitón”, “La timba”, “La oportunidad”, “El rey David”, “Adiós a la salsa” (¿todavía lo crees, Richie?), “Baba Coroco”, “Mírame”, “Seis chorreao” en 45, “Bella es la Navidad”, “La lluvia”, “Siguaraya”, “Yényere”, y así. Y así. Qué pena que falte tanto, Ricardo Maldonado y Bobby Cruz. Pero los fanáticos tampoco nos damos nunca por satisfechos. Nos veremos en el cielo, porque allá nos espera otra jam session. ¿Será que puedo pedir alguna?
Hay más, mucho más: la verdadera historia de Gangán y Gangón, los hermanos gemelos de Bobby, policías ambos. Los secretos de don Pacífico Maldonado, el padre de Richie, aún vivo. La vida y milagros de las iglesias de las dos super-estrellas. Las películas perdidas. La colección de ropa de Bobby Cruz (¡sí, hay una Bobby Cruz Collection!). Los misterios aún no resueltos. En fin. Guardemos material para las imágenes. Por lo pronto, quedémonos con la música, que es lo único que, en última instancia, justifica todos los medios