Niño Rivera: del tres montuno a la gran escena

Por Jorge Petinaud Martínez (Prensa Latina)
La Habana (PL).- En cualquier relación de los más relevantes e influyentes creadores de todos los tiempos en la historia de la música popular cubana debe figurar por derecho propio Andrés Perfecto Eleuterio Goldino Confesor Echevarría Callava (Niño Rivera).
Reconocido como el rey del cordófono nacional, la guitarra de tres pares de cuerdas denominada tres, la evocación de este artista, su obra y su ejemplo obligan a meditar en la deuda de honor y gratitud de la cultura cubana con su memoria.
Inició su carrera artística en la infancia como integrante del septeto Caridad, en su natal Pinar del Río, cuya dirección asumió antes de cumplir los 10 años.
Nacido el 18 de abril de 1919 en una sociedad caracterizada por toda forma de discriminación, este músico de origen pobre, guajiro y negro brilló, talento y esfuerzo mediante, en la cumbre del arte nacional, latinoamericano y universal, sin renegar jamás de su linaje social y musical, lo cual demostró hasta sus últimos momentos.
Inolvidable testimonio (Subtitulo)
En una de las muchas conversaciones que sostuvimos en su casa de la calle Josefina, en el reparto Sevillano, en La Habana, ya en la recta final de su existencia, me confesó que aprendió a tocar el tres antes de tener uso de razón.
Su primer juguete fue un bongó que creó a los cuatro años con dos laticas de leche vacías. En ellas percutía incesantemente, imitando los golpes del bongosero del Septeto Caridad y los que escuchaba en las actuaciones radiales del Septeto Habanero. Después descubrió el encanto del tres, instrumento de su tío, Meno Callava, director del Caridad, quien alternaba esa función con su oficio de carpintero.
Vigilaba al tío y, cuando este partía hacia la carpintería, se auxiliaba de un taburete para descolgar el tres de una pared, se escondía bajo una cama, y allí, acostado, imitaba las melodías y tumbaos del hermano de su mamá.
Cuando Meno Callava descubrió los progresos de aquel niño, lo incorporó al septeto, y ya a los nueve años decidió dejarlo como tresero y director musical mientras él se ocupaba de otros asuntos de la agrupación, muy popular ya en Pinar del Río. Así nació el nombre de "Niño Rivera".
En el ocaso de la vida, el artista sonreía feliz y nostálgico cuando confesaba que en aquella etapa nació su preferencia por orquestar, empíricamente, según las exigencias de los bailadores de casi todo el territorio pinareño, donde solía actuar con el Caridad y con una charanga de acordeón, en la cual se integraban este instrumento, guitarra, tres, contrabajo, timbal y guiro.
Con 15 años de edad llegó a La Habana en los inicios de la década del 30, etapa en la que irrumpió el cine sonoro en la vida nacional. Este adelanto tecnológico ejerció una influencia decisiva en el desarrollo de la música y los músicos populares cubanos, según afirmaba.
Carentes de la oportunidad de asistir a escuelas de música y leer partituras o adquirirlas, en el cine sonoro creadores como Félix Chappottín, y Eliseo Silveira -junto a Niño Rivera- encontraron en las salas cinematográficas de los barrios habaneros la posibilidad de estudiar las bandas sonoras, sobre todo de las películas estadounidenses.
De esa forma autodidacta, me contaba, pudo conocer orquestaciones de George Gerswing, Irving Berling, Benny Goodman, Artie Shaw, Duke Ellington y otros grandes de la composición.
Influido por esas sonoridades, Andrés Echevarría, por su parte, experimentaba en su instrumento combinaciones de acordes y escalas en busca de una mayor riqueza armónica, sin perder el sabor montuno del tres.
Creó así un estilo inconfundible, considerado entonces el más avanzado de su época. Fue uno de los primeros treseros cubanos que extrajo de su instrumento escalas de múltiples acordes, según afirma el doctor en música Efraín Amador.
Esa etapa coincidió con la presencia de Niño Rivera en el Septeto Bolero de 1935, de gran éxito en los bailables de la playa de Marianao, y particularmente en un espacio radial que se originaba en una emisora habanera, donde Tata Guitérrez interpretaba en 6 por 8 los cantos abakuá que Niño Rivera orquestaba con avanzados conceptos.
Sin proponérselo, Niño Rivera se sumó a los innovadores del pentagrama popular cubano en los años 30, al igual que Arsenio Rodríguez, Antonio Arcaño y los hermanos Orestes (Macho) e Israel (Cachao) López, propulsores de una modernización de extraordinaria trascendencia para la cultura cubana, caribeña, hispanoamericana y mundial.
Orquestador del feeling y del conjunto Casino (Subtitulo)
En 1942, con más experiencia como músico y libre de la lógica timidez del joven provinciano recién llegado a una urbe, fundó su conjunto Rey de reyes y logró importantes éxitos en la capital.
Fue en esta década cuando se sumó como uno de los fundadores del movimiento conocido como feeling (nueva canción de aquellos tiempos), al cual llegó junto a Jorge Mazón, Ñico Rojas, José Antonio Méndez, Jorge Zamora y Arístides Casas, casi todos procedentes del reparto capitalino de Los Pinos.
Al influjo de esa corriente musical compuso joyas indiscutibles de la cancionística como Fiesta en el cielo, Eres mi felicidad, Carnaval de amor y Amor en festival, y trasciendió, además, como uno de sus artífices fundamentales junto a Frank Emilio Flynt, al orquestar obras de José Antonio Méndez, César Portillo de la Luz, Rosendo Ruiz Quevedo y otros creadores .
El autor del Diccionario Enciclopédico de la Música cubana, Radamés Giro, me confesó y me demostró con una guitarra cómo Niño Rivera incorporó lo que él denomina armonía inversa en su canción Amor en Festival. Esta dificultad creativa la retomó Pablo Milanés en una de sus primeras obras, Tú, mi desengaño, advierte Giro.
Musicólogos y musicógrafos reconocen con justeza a Severino Ramos como el artífice del timbre de la Sonora Matancera. A Niño Rivera corresponde este mérito -no siempre resaltado con la adecuada visibilidad- en relación con el inolvidable conjunto Casino, que sonó diferente después que él definió el sello sonoro de la agrupación.
Resulta meritorio su afán de superación como alumno de los maestros Vicente González (Guyún), Félix Guerrero, González Mantici, Frank Emilio, Bebo Valdés, Pedro López y sus hijos Orestes e Israel, con quienes se convirtió en uno de los más originales y solicitados arreglistas de toda la historia de la música cubana.
Por todo esto fue el primer tresero invitado a participar en un disco de descargas jazzísticas en la década del 50 del siglo XX; convocado en 1978 para participar en el irrepetible proyecto histórico Estrellas de Areíto y ocho años antes, en 1970, escribió el primer método para la enseñanza del tres en las escuelas de arte, sueño que en aquellos momentos no recibió comprensión ni apoyo y por tanto se frustró.
Sus aportes resultaron de utilidad en los años 90 al maestro Efraín Amador para graduar en la academia a los primeros treseros y treseras del país.
Pocos días antes de su muerte, entregué a Niño Rivera varios lápices que en medio del llamado período especial -cuando la economía de la isla se deprimió- logré reunir tras una larga búsqueda, así como varias páginas de papel pautado que me pidió.
Soñaba concluir lo que consideraba la obra más importante de su vida: el concierto para tres y orquesta sinfónica. Añoraba que algún día fuera ejecutado por Pancho Amat, a quien consideraba su más virtuoso continuador.
Si el piano nació en Europa, se desarrolló en los salones aristocráticos y en Cuba se elevó a la categoría de imprescindible en los conjuntos de sones, el tres, nacido de las manos de los humildes soneros, merece un espacio en las grandes salas de concierto, me dijo en relación con su más cara ilusión.
Días después, un sábado triste, la radio trajo la noticia de su muerte.
Ojalá que algún día su memoria reciba honores a la altura de sus aportes. Sus honras fúnebres resultaron escasamente concurridas en la funeraria hbanera donse de velaron sus restoa, al igual que el sepelio bajo una débil llovizna en el cementerio Cristóbal Colón, de La Habana, después de las improvisadas palabras del timbalero Elio Revé.
En la gloria, donde por derecho propio debe ocupar un trono, Niño Rivera debe estar recordando las notas de El Jamaiquino que, guitarra en mano, cantó ese día a manera de despedida ante su tumba Eugenio Rodríguez (Raspa), actual director del Septeto Nacional Ignacio Piñeiro, mientras que Emilio Moret, cantante y compositor del Septeto Habanero, acompañaba con su tres y hacía la segunda voz.
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