Buscando la clave salsera en New York
Fuente: www.bluemonkblog.net
Por MARCELA JOYA. BlueMonk Moods
Tal como ocurre en el jazz, extender un acta de defunción a la salsa acaso se ha convertido en una tradición. Esa queja, en efecto, nos somete al pasado. Porque seamos realistas —la salsa vive, pero sólo en el corazón de los más nostálgicos, incluyendo a esos bailadores repartidos por el mundo que todavía defienden su expresión en imaginativos despliegues coreográficos.
No suelo ser pesimista frente a la realidad. Pero hace poco, en una visita casi fugaz por Nueva York, tropecé con algo que me espantó: en la Gran Manzana apenas se escucha salsa. No digo que allí no se baile esta música maravillosa. Tampoco diré que no hay lugares donde se pueda disfrutar de esta música nacida, precisamente, en esta ciudad a la que llaman la capital del mundo. Pero a mí se me hizo imposible apreciar una escena fuerte para alguien que, como yo, ama la salsa como una religión.
Para empezar, los espacios —al menos en Manhattan— pueden contarse con los dedos de una mano. Esos lugares, es preciso aclarar, no podrían anunciarse como buenos espacios para los bailadores. Hay además entre los visitantes y residentes un desconocimiento. Basta con preguntar y la respuesta será siempre la misma: «Sé que debe haber sitios, no sé dónde, pero debe haber».
Al cabo de varios días en la ciudad, en la que disfruté de mi papel de turista que se traga con los cinco sentidos la impresionante arquitectura, los luminosos anuncios publicitarios, los olores de la rica gastronomía, los diversos acentos, las pulsiones de la gente que camina por sus calles, casi comencé a repetir lo mismo: «Sí, seguramente hay lugares de salsa en esta ciudad, pero hay que buscarlos con lupa»
Confieso que mi apreciación es un tanto superficial, y que no pasa de ser eso: una apreciación. Quiero pensar además que estoy equivocada en este asunto, pero al buscar y preguntar, al caminar y apreciar lo poco que existe, uno se lleva la impresión de que la salsa murió hace mucho en esta urbe.
Es decir, la salsa no es más que lo que fue, e incluso, no es temerario afirmar que ya estaba falleciendo cuando yo apenas nacía hace un poco más de dos décadas. Sin embargo, a pesar de haber crecido en Bogotá durante una época en la que en las radios se oía más merengue y rock que cualquiera de las variantes salseras, en la capital colombiana abundaban —y siguen abundando— los salseros nostálgicos. Fueron ellos los que despertaron en mí una pasión irreprimible por esta música. Lo que explica que durante años alimenté la esperanza de llegar un día a Nueva York para encontrarme con los remanentes del esplendor de un Palladium Ballroom, de un Club Caborrojeño o de un Cubanacán.
Quiero decir que, si bien no esperaba encontrarme con una escena vigorosa, al menos buscaba sentir algo de una nostalgia compartida entre los neoyorquinos. Buscaba, pues, un par de lugares para echar un pie, con músicos dedicados a la creación salsera y un público que sabe apreciar la vitalidad de la música. Desafortunadamente, no los encontré.
Pero decir que en Nueva York no hay nada de nada en cuanto a salsa se refiere es radical, apresurado y sin duda falso. Lo que pasa es que en medio de tanto jazz, de tantas publicaciones especializadas en jazz, tantos clubes de jazz, tanto pop y tantos anuncios de artistas del pop, fue un poco devastador para mí aceptar que en Nueva York es más fácil encontrar tréboles de cuatro hojas y hasta música celta callejera que algo de salsa. La ciudad es hogar de muchísimos músicos. Tanto, que uno puede tirar una piedra y darle en la cabeza, como mínimo, a cuarenta músicos. Todos talentosos.
En una megaciudad como esta es común encontrarse con un músico en cada esquina, en cada estación del metro, en cada parque... Pero esos músicos no hacen salsa, ni siquiera la reproducen. ¿Por qué? Acaso porque ni siquiera los turistas desprevenidos —y aquí podría estar exagerando— están dispuestos a prestar atención. O tal vez sea porque las tumbas son pa' los muertos y nadie quiere ver espíritus. Yo llegué con más de treinta años de retraso y la salsa, al parecer, hace tiempo estaba enterrada.
Pero para no resignarme, me puse a buscar y hallé un par de sitios que parecían ser lo que yo andaba buscando. En Manhattan es difícil diferenciarlos entre los numerosos restaurantes cubanos que anuncian, entre otras cosas, «salsa en vivo» los fines de semana. Sin embargo, cuando se los visita se tiene la impresión de que el anunció es más expresivo que la oferta.
Es cierto, oí música en vivo en el restaurante Guantanamera (en Manhattan), donde un pequeño combo descargaba una variante aguada de la timba cubana, mientras la gente comía y algunos bailaban (o trataban de bailar). Fue divertido sobre todo porque me gustó saber que pese a su escasa oferta, la cadencia salsera sigue siendo una pócima para estimular los sentidos de la gente. Porque hasta los más tímidos permitían que sus caderas evidenciaran su potencia sexual. Muchos no tienen tumbao, pero siguen bailando eso que en algo se le parece a la salsa.
Por lo demás, aparte de Guantamera y Havana Central (también en Manhattan), me encontré con un sitio llamado Aguapanela's, con luces y salsa rosa, casi escondido, en Queens. Y me enteré de algunos otros que no serán más de 15. Sitios como González y González, un restaurante mexicano en el que ponen merengue, bachata y, de cuando en cuando, se abre el espacio para los bailadores salseros. En realidad, no es arriesgado decir que la poca salsa que se escucha en Nueva York se debe al empeño de los cubanos. Y bueno, no está demás que predomine el son, la timba y hasta la plena, que mal que bien todavía tienen aliados.
Sin embargo, no dejo de preguntarme: ¿por dónde se moverán los músicos salseros que aún viven en New York? Porque los hay, aunque sean unos pocos. Sospecho que ya no tocan en teatros o salas de conciertos. Es decir, si es verdad que todavía hay salsa en Nueva York, ¿en qué lugares se la pueda oír? Yo, que vengo de Bogotá, casi podría afirmar que allí se oye más salsa que en la Gran Manzana. Porque ciertamente en la capital colombiana la gozaba a mis anchas (aunque aclaro que una cosa es que haya gente tocando salsa y otra bien distinta que a uno le den ganas de escuchar esa salsa que, salvo contadas excepciones, incita a bailarla). Quizás por lo mismo es que grupos como The Brooklyn Funk Essentials (de Nueva York) resultan más provocadores insinuando un sonido salsero, pero haciendo algo diferente. Es que para escuchar salsa y no sentirme tentada a mover la cadera, prefiero vivir en Nueva York apreciando el jazz.
Ya sé que es casi ilusorio, pero sería maravilloso bailar con nuevas propuestas de orquestas como Típica 73 o Los Jóvenes del Barrio (por mencionar unas pocas), que han pasado a mejor vida. Eso, para no decir que a veces me ilusiono con oír lo que sería ahora Joey Pastrana, Johnny Colón, Celia Cruz o La Lupe, a quienes no tuve la oportunidad de conocer en su época de esplendor.
Con todo, maravillada con las posibilidades que ofrece Nueva York, no niego que mientras la caminaba buscando oír esa banda sonora salsera que alguna vez sirvió para definirla, eché de menos algo de lo que pasa en Colombia. No esperaba encontrar algo siquiera parecido a Son Salomé, el único bar bogotano en el que podría quedarme a vivir. Simplemente no quería aceptar que la salsa ha muerto y pensé que algo podría hallar en la que fue su primera casa. Pero no.
En Miami, donde ahora vivo, hay más sitios salseros que a simple vista poco me apetecen. Si bien el Hoy como ayer me dio algo de aliento cuando lo visité hace un par de semanas, el local de la Calle Ocho me recuerda esas moradas donde se refugian los nostálgicos. Aunque la salsa en Miami se puede escuchar en algunos rincones, no creo que muchos presten atención. Aquí la gente busca y quiere otras cosas.
Afortunadamente, aún no termino de descubrir las maravillas que hicieron tantos salseros de antes, sin pasar por alto que hay músicos en otros lugares fuera de Miami, Nueva York o Bogotá que aciertan en lo que hacen.
Claro que, asumiendo la carencia de salsotecas en Nueva York o Miami, abrazo otra opción que ahora me resulta sabrosa: decirle a mi compañero, con el que comparto el mismo gusto por la salsa: «Cuando me den ganas de bailar buena salsa, es mejor hacerlo en la casa».
Manhattan, Nueva York
Por MARCELA JOYA. BlueMonk Moods
Tal como ocurre en el jazz, extender un acta de defunción a la salsa acaso se ha convertido en una tradición. Esa queja, en efecto, nos somete al pasado. Porque seamos realistas —la salsa vive, pero sólo en el corazón de los más nostálgicos, incluyendo a esos bailadores repartidos por el mundo que todavía defienden su expresión en imaginativos despliegues coreográficos.
No suelo ser pesimista frente a la realidad. Pero hace poco, en una visita casi fugaz por Nueva York, tropecé con algo que me espantó: en la Gran Manzana apenas se escucha salsa. No digo que allí no se baile esta música maravillosa. Tampoco diré que no hay lugares donde se pueda disfrutar de esta música nacida, precisamente, en esta ciudad a la que llaman la capital del mundo. Pero a mí se me hizo imposible apreciar una escena fuerte para alguien que, como yo, ama la salsa como una religión.
Para empezar, los espacios —al menos en Manhattan— pueden contarse con los dedos de una mano. Esos lugares, es preciso aclarar, no podrían anunciarse como buenos espacios para los bailadores. Hay además entre los visitantes y residentes un desconocimiento. Basta con preguntar y la respuesta será siempre la misma: «Sé que debe haber sitios, no sé dónde, pero debe haber».
Al cabo de varios días en la ciudad, en la que disfruté de mi papel de turista que se traga con los cinco sentidos la impresionante arquitectura, los luminosos anuncios publicitarios, los olores de la rica gastronomía, los diversos acentos, las pulsiones de la gente que camina por sus calles, casi comencé a repetir lo mismo: «Sí, seguramente hay lugares de salsa en esta ciudad, pero hay que buscarlos con lupa»
Confieso que mi apreciación es un tanto superficial, y que no pasa de ser eso: una apreciación. Quiero pensar además que estoy equivocada en este asunto, pero al buscar y preguntar, al caminar y apreciar lo poco que existe, uno se lleva la impresión de que la salsa murió hace mucho en esta urbe.
Es decir, la salsa no es más que lo que fue, e incluso, no es temerario afirmar que ya estaba falleciendo cuando yo apenas nacía hace un poco más de dos décadas. Sin embargo, a pesar de haber crecido en Bogotá durante una época en la que en las radios se oía más merengue y rock que cualquiera de las variantes salseras, en la capital colombiana abundaban —y siguen abundando— los salseros nostálgicos. Fueron ellos los que despertaron en mí una pasión irreprimible por esta música. Lo que explica que durante años alimenté la esperanza de llegar un día a Nueva York para encontrarme con los remanentes del esplendor de un Palladium Ballroom, de un Club Caborrojeño o de un Cubanacán.
Quiero decir que, si bien no esperaba encontrarme con una escena vigorosa, al menos buscaba sentir algo de una nostalgia compartida entre los neoyorquinos. Buscaba, pues, un par de lugares para echar un pie, con músicos dedicados a la creación salsera y un público que sabe apreciar la vitalidad de la música. Desafortunadamente, no los encontré.
Pero decir que en Nueva York no hay nada de nada en cuanto a salsa se refiere es radical, apresurado y sin duda falso. Lo que pasa es que en medio de tanto jazz, de tantas publicaciones especializadas en jazz, tantos clubes de jazz, tanto pop y tantos anuncios de artistas del pop, fue un poco devastador para mí aceptar que en Nueva York es más fácil encontrar tréboles de cuatro hojas y hasta música celta callejera que algo de salsa. La ciudad es hogar de muchísimos músicos. Tanto, que uno puede tirar una piedra y darle en la cabeza, como mínimo, a cuarenta músicos. Todos talentosos.
En una megaciudad como esta es común encontrarse con un músico en cada esquina, en cada estación del metro, en cada parque... Pero esos músicos no hacen salsa, ni siquiera la reproducen. ¿Por qué? Acaso porque ni siquiera los turistas desprevenidos —y aquí podría estar exagerando— están dispuestos a prestar atención. O tal vez sea porque las tumbas son pa' los muertos y nadie quiere ver espíritus. Yo llegué con más de treinta años de retraso y la salsa, al parecer, hace tiempo estaba enterrada.
Pero para no resignarme, me puse a buscar y hallé un par de sitios que parecían ser lo que yo andaba buscando. En Manhattan es difícil diferenciarlos entre los numerosos restaurantes cubanos que anuncian, entre otras cosas, «salsa en vivo» los fines de semana. Sin embargo, cuando se los visita se tiene la impresión de que el anunció es más expresivo que la oferta.
Es cierto, oí música en vivo en el restaurante Guantanamera (en Manhattan), donde un pequeño combo descargaba una variante aguada de la timba cubana, mientras la gente comía y algunos bailaban (o trataban de bailar). Fue divertido sobre todo porque me gustó saber que pese a su escasa oferta, la cadencia salsera sigue siendo una pócima para estimular los sentidos de la gente. Porque hasta los más tímidos permitían que sus caderas evidenciaran su potencia sexual. Muchos no tienen tumbao, pero siguen bailando eso que en algo se le parece a la salsa.
Por lo demás, aparte de Guantamera y Havana Central (también en Manhattan), me encontré con un sitio llamado Aguapanela's, con luces y salsa rosa, casi escondido, en Queens. Y me enteré de algunos otros que no serán más de 15. Sitios como González y González, un restaurante mexicano en el que ponen merengue, bachata y, de cuando en cuando, se abre el espacio para los bailadores salseros. En realidad, no es arriesgado decir que la poca salsa que se escucha en Nueva York se debe al empeño de los cubanos. Y bueno, no está demás que predomine el son, la timba y hasta la plena, que mal que bien todavía tienen aliados.
Sin embargo, no dejo de preguntarme: ¿por dónde se moverán los músicos salseros que aún viven en New York? Porque los hay, aunque sean unos pocos. Sospecho que ya no tocan en teatros o salas de conciertos. Es decir, si es verdad que todavía hay salsa en Nueva York, ¿en qué lugares se la pueda oír? Yo, que vengo de Bogotá, casi podría afirmar que allí se oye más salsa que en la Gran Manzana. Porque ciertamente en la capital colombiana la gozaba a mis anchas (aunque aclaro que una cosa es que haya gente tocando salsa y otra bien distinta que a uno le den ganas de escuchar esa salsa que, salvo contadas excepciones, incita a bailarla). Quizás por lo mismo es que grupos como The Brooklyn Funk Essentials (de Nueva York) resultan más provocadores insinuando un sonido salsero, pero haciendo algo diferente. Es que para escuchar salsa y no sentirme tentada a mover la cadera, prefiero vivir en Nueva York apreciando el jazz.
Ya sé que es casi ilusorio, pero sería maravilloso bailar con nuevas propuestas de orquestas como Típica 73 o Los Jóvenes del Barrio (por mencionar unas pocas), que han pasado a mejor vida. Eso, para no decir que a veces me ilusiono con oír lo que sería ahora Joey Pastrana, Johnny Colón, Celia Cruz o La Lupe, a quienes no tuve la oportunidad de conocer en su época de esplendor.
Con todo, maravillada con las posibilidades que ofrece Nueva York, no niego que mientras la caminaba buscando oír esa banda sonora salsera que alguna vez sirvió para definirla, eché de menos algo de lo que pasa en Colombia. No esperaba encontrar algo siquiera parecido a Son Salomé, el único bar bogotano en el que podría quedarme a vivir. Simplemente no quería aceptar que la salsa ha muerto y pensé que algo podría hallar en la que fue su primera casa. Pero no.
En Miami, donde ahora vivo, hay más sitios salseros que a simple vista poco me apetecen. Si bien el Hoy como ayer me dio algo de aliento cuando lo visité hace un par de semanas, el local de la Calle Ocho me recuerda esas moradas donde se refugian los nostálgicos. Aunque la salsa en Miami se puede escuchar en algunos rincones, no creo que muchos presten atención. Aquí la gente busca y quiere otras cosas.
Afortunadamente, aún no termino de descubrir las maravillas que hicieron tantos salseros de antes, sin pasar por alto que hay músicos en otros lugares fuera de Miami, Nueva York o Bogotá que aciertan en lo que hacen.
Claro que, asumiendo la carencia de salsotecas en Nueva York o Miami, abrazo otra opción que ahora me resulta sabrosa: decirle a mi compañero, con el que comparto el mismo gusto por la salsa: «Cuando me den ganas de bailar buena salsa, es mejor hacerlo en la casa».
Manhattan, Nueva York
Comment (1)
31 de octubre de 2016, 16:55
Que chevere leer tu blog, yo creo que hoy en dia algo como lo que estas buscando lo puedes encontrar en la zona de "Punto Bare y la Topa Tolondra en Cali, A mi modo de ver es lo mas parecido a "El Barrio" de los 70. Es lo máximo!!!
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